¡No!, ¡No!, repite una y otra vez la mosca cuando
ve con espanto cómo la araña, a cuya tela se ha
quedado pegada, se acerca con intención de devorarla. ¡Qué alguien me ayude!,
¡Socorro! ¡Socorro! - grita con el último aliento que le queda sintiéndose
pérdida sin remedio.
Y la salvación le llega en forma de sonido de
despertador. El hombre se sienta en la cama
sin saber muy bien si es todavía mosca u hombre. Gotas de sudor frio le resbalan por la
frente. Con sensación de mosca se ducha y se viste.
Sigue dudando todavía de su condición de hombre
cuando se pone las tostadas en el plato y las unta con mermelada. Se acuerda de
la “Metamorfosis” de Kafka y de la película “La Mosca” y todavía no distingue
muy bien si el sueño ya ha pasado o él es en realidad una mosca que sueña ser
un hombre desayunando.
Recupera un poco la conciencia de la realidad
cuando escucha la voz de su mujer gritándole que ya ha vuelto a poner todo
perdido con el café y que a ver cuándo deja los calcetines en el cesto de la
ropa sucia y no tirados por el suelo, como de costumbre.
¿Será su mujer la araña? Pero al empezar ella a llorar reprochándole entre
gemidos que se nota que ya no la quiere, se da cuenta de que su mujer no puede
ser de ninguna manera una araña. Una araña nunca lloraría porque la mosca no la
quiere antes de devorarla. ¿O sí? ¿Qué pasa si se trata de una de esas “viudas
negras”?
El hombre estudia a su mujer con atención, que
ella confunde con indiferencia y su llanto se va transformando en ira. “¡Sí! ¡Sí!
No te hagas el tonto. No me quieres. Ya no es como antes. Antes me abrazabas y
me besabas, pero de un tiempo a esta parte ya no sé qué te pasa. Intento
acercarme a ti pero sólo obtengo rechazo e indiferencia. Ni siquiera consigo
que te des la vuelta hacia mí. Al revés: me huyes. ¡Ya no sé qué puedo hacer!”
Y el hombre, de repente, comprende la verdad. Su
mujer es la araña. Esa que cada noche le envuelve con brazos moviéndose por
aquí y por allá, sin dejarle casi ni respirar. Brazos que se pasean por su
espalda, por su pecho, por su cara…Y una boca llena de saliva venenosa que va
dejando una huella de muerte por todo su cuerpo.
El hombre la sigue mirando pero el miedo de
enfrentarse a la terrible realidad a la que se enfrenta no lo deja moverse. Su
mujer piensa que es sorpresa y abandona la ira para pasar a la explicación.
“Ya sé que no soy tan bella como cuando era joven”
-concede- “Pero tú tampoco eres lo que se dice un adonis y todavía me siento
atraída por ti. Nos unen tantas cosas…”
La mujer
coge, como por descuido, un par de agujas de tricotar de las que cuelga una bufanda
negra a medio hacer. “¿Ves?” -continúa- “Esto lo estoy haciendo para ti sólo
para ti.” Sus ojos le sonríen con ternura.
Al hombre están a punto de salírsele las órbitas
de los ojos. En la sonrisa de su mujer no ve más que el deseo de arrastrarlo a
las profundidades eternas. Intenta levantarse, pero no puede. La pesadilla de
por la noche se impone en su cerebro con cada vez más fuerza.
La mujer siente que por fin él se ha dado cuenta
de su amor y se acerca a besarlo. El se pone precipitadamente en pie y balbucea
una excusa para alejarse.
Ella prorrumpe en insultos y llantos de
desesperación. El abre a toda prisa la puerta de salida y se marcha pensando en
una solución. Lo último que escucha es la consabida amenaza de ella de ir a
casa de su madre, que de sobras sabe él que no cumplirá.
Llama desde el trabajo alegando una cita de
trabajo que no existe. Vagabundea por las calles sin rumbo fijo. Se mete en un
bar y pide una copa. El humo de cigarrillos casi no le deja respirar. Las luces
rojas dan una atmósfera de irrealidad. Una cantante sin voz entona una canción
que pretende ser romántica y sólo es un chirrido. Vuelve la vista hacia los
otros clientes. Casi todos, excepto un par de mujeres demasiado pintadas para
poder llamarlas “buenas chicas”, son hombres solos que confiesan en silencio
sus penas a la copa de whisky que tienen delante. Los rostros maquillados están repantingados en un
sofá al fondo del local con cara de aburrimiento y dejadez porque nadie se
interesa por ellos. Sobre sus cabezas cuelgan un par de cuadros en los que el
desgaste de pintura impide distinguir qué es y sólo se acierta a saber que
alguna vez fueron o quisieron ser bodegones. El hombre tiene la sensación de
que se encuentra rodeado de hombres-mosca como él y esa sensación le da
seguridad. Pide un par de copas más, y luego otro par y otro par hasta que la
sensación se convierte en realidad: está, efectivamente, en un bar de moscas.
La alegría que le inunda es inenarrable.
Tras otro par de copas, se atreve a preguntar a
una de las moscas más próximas a él qué que podría hacer para deshacerse de una
araña. El otro no duda en su respuesta, pero la lengua se le traba. “Un
palmetazo es lo mejor”, asegura.
El hombre se levanta ya se va a su casa. Cuando
llega, encuentra a su mujer tejiendo la bufanda. El se dirige hacia ella con
paso fuerte y decidido y antes de que pueda decir nada le propina una bofetada
que la tira al suelo. Al caer, se golpea
la cabeza contra una de las esquinas de la mesa y muere.
La policía no tarda en llegar. El se siente
contento de ver aparecer a moscardones. Lo único que lamenta es que ninguno de
ellos comprenda que el sólo pretendía deshacerse de una araña y que en su
condición de mosca está en su derecho el hacerlo. Pero es de sobra conocido que
los moscardones nunca fueron famosos por su perspicacia.
El caso queda archivado como caso de violencia
doméstica.
Tras unos cuantos años en la cárcel, le permiten
salir por buena conducta. Al marcharse, uno de los guardias le aconseja que
rehaga su vida y le da ánimos para seguir adelante.
El se aleja con paso confiado. Desde que mató a su
mujer-araña no ha vuelto a tener pesadillas ni a sentirse mosca.
La vida le sale al encuentro. La vida … y una
nueva novia. Las pesadillas no tardan en repetirse. Comprende que su naturaleza
de mosca le está avisando de la presencia de una nueva araña. No quiere
exponerse a ser devorado en mitad del sueño y rompe la relación en mitad de la
calle.
Cuando la novia imbuida por el dolor le pregunta
llorando la razón, él, en un ataque de sinceridad, le confiesa que porque él es
una mosca y ella es una araña. Fuera de sí, ésta le da dos sonoros bofetones. El
hombre cae al suelo y se golpea la cabeza contra el bordillo de la acera. Al
morir, lo único que siente son las patas peludas de una araña que le sonríe
hambrienta.
Isabel Viñado Gascón
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