Monday, April 15, 2013

VISIONES


¡No!, ¡No!, repite una y otra vez la mosca cuando ve con espanto cómo la araña, a cuya  tela se ha quedado pegada, se acerca con intención de devorarla. ¡Qué alguien me ayude!, ¡Socorro! ¡Socorro! - grita con el último aliento que le queda sintiéndose pérdida sin remedio.

Y la salvación le llega en forma de sonido de despertador. El hombre se sienta en la cama  sin saber muy bien si es todavía mosca u hombre.  Gotas de sudor frio le resbalan por la frente. Con sensación de mosca se ducha y se viste. 

Sigue dudando todavía de su condición de hombre cuando se pone las tostadas en el plato y las unta con mermelada. Se acuerda de la “Metamorfosis” de Kafka y de la película “La Mosca” y todavía no distingue muy bien si el sueño ya ha pasado o él es en realidad una mosca que sueña ser un hombre desayunando.

Recupera un poco la conciencia de la realidad cuando escucha la voz de su mujer gritándole que ya ha vuelto a poner todo perdido con el café y que a ver cuándo deja los calcetines en el cesto de la ropa sucia y no tirados por el suelo, como de costumbre.

¿Será su mujer la araña? Pero al  empezar ella a llorar reprochándole entre gemidos que se nota que ya no la quiere, se da cuenta de que su mujer no puede ser de ninguna manera una araña. Una araña nunca lloraría porque la mosca no la quiere antes de devorarla. ¿O sí? ¿Qué pasa si se trata de una de esas “viudas negras”?

El hombre estudia a su mujer con atención, que ella confunde con indiferencia y su llanto se va transformando en ira. “¡Sí! ¡Sí! No te hagas el tonto. No me quieres. Ya no es como antes. Antes me abrazabas y me besabas, pero de un tiempo a esta parte ya no sé qué te pasa. Intento acercarme a ti pero sólo obtengo rechazo e indiferencia. Ni siquiera consigo que te des la vuelta hacia mí. Al revés: me huyes. ¡Ya no sé qué puedo hacer!”

Y el hombre, de repente, comprende la verdad. Su mujer es la araña. Esa que cada noche le envuelve con brazos moviéndose por aquí y por allá, sin dejarle casi ni respirar. Brazos que se pasean por su espalda, por su pecho, por su cara…Y una boca llena de saliva venenosa que va dejando una huella de muerte por todo su cuerpo.

El hombre la sigue mirando pero el miedo de enfrentarse a la terrible realidad a la que se enfrenta no lo deja moverse. Su mujer piensa que es sorpresa y abandona la ira para pasar a la explicación.

“Ya sé que no soy tan bella como cuando era joven” -concede- “Pero tú tampoco eres lo que se dice un adonis y todavía me siento atraída por ti. Nos unen tantas cosas…”

 La mujer coge, como por descuido, un par de agujas de tricotar de las que cuelga una bufanda negra a medio hacer. “¿Ves?” -continúa- “Esto lo estoy haciendo para ti sólo para ti.” Sus ojos le sonríen con ternura.

Al hombre están a punto de salírsele las órbitas de los ojos. En la sonrisa de su mujer no ve más que el deseo de arrastrarlo a las profundidades eternas. Intenta levantarse, pero no puede. La pesadilla de por la noche se impone en su cerebro con cada vez más fuerza.

La mujer siente que por fin él se ha dado cuenta de su amor y se acerca a besarlo. El se pone precipitadamente en pie y balbucea una excusa para alejarse.

Ella prorrumpe en insultos y llantos de desesperación. El abre a toda prisa la puerta de salida y se marcha pensando en una solución. Lo último que escucha es la consabida amenaza de ella de ir a casa de su madre, que de sobras sabe él que no cumplirá.

Llama desde el trabajo alegando una cita de trabajo que no existe. Vagabundea por las calles sin rumbo fijo. Se mete en un bar y pide una copa. El humo de cigarrillos casi no le deja respirar. Las luces rojas dan una atmósfera de irrealidad. Una cantante sin voz entona una canción que pretende ser romántica y sólo es un chirrido. Vuelve la vista hacia los otros clientes. Casi todos, excepto un par de mujeres demasiado pintadas para poder llamarlas “buenas chicas”, son hombres solos que confiesan en silencio sus penas a la copa de whisky que tienen delante. Los  rostros maquillados están repantingados en un sofá al fondo del local con cara de aburrimiento y dejadez porque nadie se interesa por ellos. Sobre sus cabezas cuelgan un par de cuadros en los que el desgaste de pintura impide distinguir qué es y sólo se acierta a saber que alguna vez fueron o quisieron ser bodegones. El hombre tiene la sensación de que se encuentra rodeado de hombres-mosca como él y esa sensación le da seguridad. Pide un par de copas más, y luego otro par y otro par hasta que la sensación se convierte en realidad: está, efectivamente, en un bar de moscas. La alegría que le inunda es inenarrable.

Tras otro par de copas, se atreve a preguntar a una de las moscas más próximas a él qué que podría hacer para deshacerse de una araña. El otro no duda en su respuesta, pero la lengua se le traba. “Un palmetazo es lo mejor”, asegura.

El hombre se levanta ya se va a su casa. Cuando llega, encuentra a su mujer tejiendo la bufanda. El se dirige hacia ella con paso fuerte y decidido y antes de que pueda decir nada le propina una bofetada que  la tira al suelo. Al caer, se golpea la cabeza contra una de las esquinas de la mesa y muere.

La policía no tarda en llegar. El se siente contento de ver aparecer a moscardones. Lo único que lamenta es que ninguno de ellos comprenda que el sólo pretendía deshacerse de una araña y que en su condición de mosca está en su derecho el hacerlo. Pero es de sobra conocido que los moscardones nunca fueron famosos por su perspicacia.

El caso queda archivado como caso de violencia doméstica.

Tras unos cuantos años en la cárcel, le permiten salir por buena conducta. Al marcharse, uno de los guardias le aconseja que rehaga su vida y le da ánimos para seguir adelante.

El se aleja con paso confiado. Desde que mató a su mujer-araña no ha vuelto a tener pesadillas ni a sentirse mosca.

La vida le sale al encuentro. La vida … y una nueva novia. Las pesadillas no tardan en repetirse. Comprende que su naturaleza de mosca le está avisando de la presencia de una nueva araña. No quiere exponerse a ser devorado en mitad del sueño y rompe la relación en mitad de la calle.

Cuando la novia imbuida por el dolor le pregunta llorando la razón, él, en un ataque de sinceridad, le confiesa que porque él es una mosca y ella es una araña. Fuera de sí, ésta le da dos sonoros bofetones. El hombre cae al suelo y se golpea la cabeza contra el bordillo de la acera. Al morir, lo único que siente son las patas peludas de una araña que le sonríe hambrienta.


Isabel Viñado Gascón

 

 
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