Thursday, June 19, 2014

Reflexiones sobre la Monarquía en España


Unas líneas a modo de comentario y reflexión personal acerca de la subida al trono de Felipe VI.
He de confesar que mi indiferencia ante un hecho que puede calificarse de histórico me tiene bastante más preocupada que el tema por el sentido de la monarquía que tanta tinta ha hecho correr en los últimos días. ¿Necesita España un rey? ¿No lo necesita? Me da igual. Y este “me da igual” es terrible, insultante, casi doloroso, porque supone y presupone mi opinión de que la presencia de un rey al frente de un Estado no va a repercutir ni positiva ni negativamente en el curso de los acontecimientos. ¿Es culpa mía esta impresión? ¿Se debe a una insuficiente educación política? ¿Es tal vez producto de la apatía existencial? En vez de aceptar mi ataraxia – o tal vez justamente por el miedo a tener que aceptarla- empecé a considerar otras posibilidades y para ello no tuve más remedio que reflexionar sobre las explicaciones que se han venido dando hasta ahora de lo que era la figura del rey.
Lo que aprendíamos en el colegio, es que el rey reinaba pero no gobernaba. Para nosotros, niños, entender algo así resultaba harto difícil. Si no gobernaba ¿qué hacía allí? La respuesta es que al rey le correspondían las funciones de representación. En un país como España, ello generaba dos preguntas clave. Una ¿a quién representaba? Y la otra ¿qué representaba?
Aparentemente, responder a estas cuestiones no revestía dificultad alguna. El rey representaba a los españoles y a España. La dificultad surgía cuando alguien osaba preguntar quiénes eran los españoles y qué era España. Los catalanes habían hablado catalán incluso en los tiempos de Franco; en los nuevos tiempos ya no se trataba de mantener el idioma, sino de conseguir una autonomía cada vez más autónoma. Los de Madrid actuaron como aquellos padres que creen que concediendo más libertad y paga mensual (¡ah! la paga mensual…) a los hijos, estos nunca se van a ir de casa. Ahora, claro, les pasa lo que a ellos: que cuando a causa de su vejez no les pueden poner la sopa caliente en la mesa o han de recortarles la paga semanal porque la pensión no da para más, sus polluelos cogen las maletas y se van a fundar su nuevo nido.  Y al igual que esos polluelos, los catalanes han dicho “que tampoco era para tanto lo que les daban…”. Por su parte, los vascos fueron tal vez los primeros que se atrevieron a gritar en público que ellos de españoles, nada; y de monárquicos, menos. Por lo menos no borbones. Ellos, creo, habían sido férreos defensores del bastante más conservador movimiento carlista. Hay que recordar que fueron los hermanos Arana en 1895 los que, a decir de Wikipedia, evolucionaron “desde el carlismo hasta el nacionalismo vasco, reclamando los fueros de los territorios vascos, fundando el partido vasco (PNV).”
Así que las dos preguntas de a quién y a qué seguían en pie. Debido, tal vez, a la dificultad de contestarlas satisfactoriamente se ofreció otra respuesta: la función del rey consistía en dar estabilidad a España.
Esta nueva explicación, lejos de resolver los problemas, los acrecentaba. Porque lo cierto es que con rey o sin rey en España siempre se ha cumplido aquello que con tanta precisión advirtió Machado: “Españolito que al mundo vienes, te libre Dios. Una de las dos España ha de helarte el corazón.” Y este carácter dual lo ha tenido siempre. Desde el principio de los tiempos, desde la prehistoria, cuando todavía era simplemente la Península Ibérica y lo ha arrastrado a lo largo de su historia: Íbera y celta; Árabe y Cristiana; de la Península y de Allende; Conceptista y Culteranista; Borbónica y Carlista; Republicana y Monárquica; Roja y Facha; del Norte y del Sur…
Pretender que un rey consiga en España lo que la historia misma no ha conseguido, significa obligarle a luchar contra la naturaleza intrínseca de un pueblo que consiste en ser todo menos estable. La estabilidad no la puede ofrecer el rey. La estabilidad es cosa del pueblo. Eso, sin olvidar: Uno, que aquella frase de “el rey tiene que mantener contento al pueblo” choca frontalmente con aquella otra de “nunca llueve a gusto de todos.” Y dos, que en España cada uno de esos “todos” es un volcán no extinguido que puede, por tanto, entrar en erupción en cualquier momento. Algunos partidos políticos que lo saben, intentan provocar el estallido. No obstante, y aunque es cierto que el pueblo tiene más cerca a los nobles que al rey y por tanto escucha más a menudo sus voces, también lo es el hecho de que el pueblo no estalla cuando lo quieren los nobles sino que el pueblo estalla cuando él quiere estallar. Generalmente en el momento menos pensado y para algunos, en el menos oportuno. Pero esto es otro tema…
Todos hemos estudiado la Historia Medieval. Los reyes medievales nunca lucharon contra el pueblo. Esa contraposición Rey/Pueblo es bastante más moderna. Antes hubiera sido impensable. El rey y el pueblo nunca han sido enemigos naturales. Muy al contrario. Ambos debían establecer alianzas contra el enemigo común. Esto es: los nobles.
Los nobles eran los verdaderos opresores del pueblo y los conspiradores contra cualquier Poder que pretendiese imponerse por encima de ellos. Al mismo tiempo ni el pueblo ni el rey podían prescindir de ellos. El pueblo porque sabía que en caso de ataque eran ellos los que podían organizar la defensa. El rey porque necesitaba aliados de los que servirse. Cuantos más aliados, mejor. La estabilidad real hacía referencia  al equilibrio entre las concesiones que debía hacer a los nobles y la fuerza que debía ejercer para conservar su propio poder. Y desde luego, a la larga, la mejor forma posible de conservar tal poder era nuevamente asunto de mesura: la necesaria entre el uso de la fuerza y el uso de la razón; la necesaria para no ser ni demasiado violento en sus acciones ni demasiado generoso en sus dádivas, no fuera que se confundiera “generosidad” con “debilidad.”
El pueblo germano, estable aun sin estar unido, era consciente de la dureza de las regiones que habitaban. En los primeros albores, no importaba tanto la sangre como la valía persona. Aquél que pretendía ser Primus inter Pares debía probar que reunía las características suficientes para ello. Pero al fin y al cabo “malo conocido es mejor que bueno por conocer” y con el tiempo se adoptó la misma postura que en el resto de Europa: aceptar como rey al hijo de rey.
Vista así, la historia europea de los primeros tiempos puede  definirse como “una constante negociación entre el rey y los nobles.”
 En resumen: El rey no puede dar estabilidad al pueblo cuando el pueblo no es estable, y en segundo lugar, el rey sí está obligado –salvo si es absoluto, e incluso entonces-  a procurar un equilibrio entre su poder y el poder de los nobles.
 ¿Bajo qué premisas se establece, entonces,  la relación entre el rey y el pueblo?
-          Por un lado, ya lo hemos dicho, el rey ha de defender al pueblo de la tiranía que los nobles ejercen (o pretenden ejercer) sobre él, sin aprovechar su triunfo para caer él mismo en la tiranía. (Ustedes decidirán quiénes hoy en día son los nobles del pueblo. ¿Los políticos? ¿Los medios de comunicación? ¿Los bancos? ¿Todos?) La respuesta me sobrepasa.
-          Por otro, el rey ha de convencer al pueblo de que “él es el sol”. Esto no tiene nada que ver con el absolutismo y  sí, en cambio, con aquella primera idea de la auto-representación. El rey se representa a sí mismo. El rey no quiere otra cosa que ser el rey.  Y el pueblo se siente atraído por su calor, por su luz, por aquella imagen casi celestial que se aparece ante su vista. Ese rey ha vencido a los tiranos.  Se ha convertido en liberador y disfruta de su poder y de su fuerza con la majestuosidad con que lo hace un dios olímpico. Es entonces, cuando el pueblo se siente parte de ese poder. El rey tiene una naturaleza “divina” y el pueblo como buen “panteísta” disfruta participando de esa naturaleza. El rey es el pueblo.  Esto poco o nada tiene que ver con la “representación” o con la admiración mutua que pueblo y soberano se puedan profesar. Esto tiene que ver con la “existencia” misma.
Comprender esta sencilla premisa es lo que ha permitido a la Corona Británica mantener su estabilidad. Su estabilidad, que no la estabilidad del pueblo. Y esto a pesar de todos los avatares y conflictos internos. Gran Bretaña, el pueblo británico es la monarquía real. En cada desfile, en cada lío familiar, cada vez que los príncipes visitan un país o un nuevo heredero nace, Gran Bretaña lo siente como suyo. Lo hace suyo. El pueblo británico es la corona británica. Hay una identificación del pueblo con las heroicidades y villanías de la corona. Una identificación, que no es una representación. La reina británica no representa a su país. Eso lo harán, tal vez, otros reyes en otros países. La reina británica es su pueblo. (Dudo que deje reinar a su hijo. Entre otras cosas porque éste  “traicionó” al pueblo que es ella misma y a ella misma que es su pueblo, casándose con quien no amaba,  destrozando de este modo no sólo el corazón de una bella y tierna muchacha, sino la confianza del pueblo: ¡Qué mentiroso decir que se ama a quién no se ama!)
Como digo. Es imposible pensar en el pueblo inglés sin su rey. La corona es patrimonio nacional. Algo sin lo cual el pueblo no puede ser entendido. Peor aún: él mismo no puede entenderse a sí mismo.
Hoy en día el rey ya no puede cumplir su primera función: la de librar al pueblo de la tiranía de los nobles. La Constitución lo impide. Y lo impide con razón. Hubo un momento en que el poder absoluto del rey fue aún más terrible que la tiranía de los nobles. Y ya hemos visto que la condición que el pueblo estableció en su alianza  con el rey era la de que le librara de dicha tiranía sin caer en ella. Las limitaciones que le impone la Constitución es el castigo que el pueblo impone a una institución que se abusó de su buena voluntad.
España es y será inestable. Sus guerras civiles han sido más numerosas y cruentas que las guerras con sus vecinos. Tal y como se presenta el panorama actual no parece que vaya a dejar de ser un polvorín. El rey en España, para ser el pueblo, ha tenido que ser lo que es el pueblo: dialéctico. O sea: “a” y “no a”. Teniendo en cuenta lo complicado del asunto, no me extraña que la monarquía en España haya sido un “voy y vengo”. En este momento, la persona más dialéctica dentro de la corona es la reina Letizia, que siendo republicana es reina y que siendo periodista controla personalmente tanto la posibilidad de obtener imágenes fotográficas de ella y su familia, como las apariciones públicas de sus hijas; de manera que tenemos más datos del pequeño príncipe George, que de la dulce Leonor; nombre y nacionalidad de la niñera incluidos. Tal vez y en función a ese carácter dialéctico, pueda alcanzar la reina Letizia  mantener la corona.
¿Será ella la síntesis?
¡Ah, la síntesis!
¿Qué pueblo inestable quiere la síntesis?
A veces tengo la impresión de que la síntesis en España llegará el mismo día que el Fin de la Historia.
Veremos.
Entretanto:
¡Dios salve al pueblo!
Isabel Viñado-Gascón

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