Unas
líneas a modo de comentario y reflexión personal acerca de la subida al trono
de Felipe VI.
He de confesar que mi indiferencia ante un
hecho que puede calificarse de histórico me tiene bastante más preocupada que
el tema por el sentido de la monarquía que tanta tinta ha hecho correr en los
últimos días. ¿Necesita España un rey? ¿No lo necesita? Me da igual. Y este “me
da igual” es terrible, insultante, casi doloroso, porque supone y presupone mi opinión
de que la presencia de un rey al frente de un Estado no va a repercutir ni
positiva ni negativamente en el curso de los acontecimientos. ¿Es culpa mía
esta impresión? ¿Se debe a una insuficiente educación política? ¿Es tal vez
producto de la apatía existencial? En vez de aceptar mi ataraxia – o tal vez
justamente por el miedo a tener que aceptarla- empecé a considerar otras
posibilidades y para ello no tuve más remedio que reflexionar sobre las
explicaciones que se han venido dando hasta ahora de lo que era la figura del
rey.
Lo que aprendíamos en el colegio, es que el
rey reinaba pero no gobernaba. Para nosotros, niños, entender algo así
resultaba harto difícil. Si no gobernaba ¿qué hacía allí? La respuesta es que
al rey le correspondían las funciones de representación. En un país como
España, ello generaba dos preguntas clave. Una ¿a quién representaba? Y la otra
¿qué representaba?
Aparentemente, responder a estas cuestiones
no revestía dificultad alguna. El rey representaba a los españoles y a España.
La dificultad surgía cuando alguien osaba preguntar quiénes eran los españoles
y qué era España. Los catalanes habían hablado catalán incluso en los tiempos
de Franco; en los nuevos tiempos ya no se trataba de mantener el idioma, sino
de conseguir una autonomía cada vez más autónoma. Los de Madrid actuaron como
aquellos padres que creen que concediendo más libertad y paga mensual (¡ah! la
paga mensual…) a los hijos, estos nunca se van a ir de casa. Ahora, claro, les
pasa lo que a ellos: que cuando a causa de su vejez no les pueden poner la sopa
caliente en la mesa o han de recortarles la paga semanal porque la pensión no
da para más, sus polluelos cogen las maletas y se van a fundar su nuevo
nido. Y al igual que esos polluelos, los
catalanes han dicho “que tampoco era para tanto lo que les daban…”. Por su
parte, los vascos fueron tal vez los primeros que se atrevieron a gritar en
público que ellos de españoles, nada; y de monárquicos, menos. Por lo menos no
borbones. Ellos, creo, habían sido férreos defensores del bastante más
conservador movimiento carlista. Hay que recordar que fueron los hermanos Arana
en 1895 los que, a decir de Wikipedia, evolucionaron “desde el carlismo hasta
el nacionalismo vasco, reclamando los fueros de los territorios vascos, fundando
el partido vasco (PNV).”
Así que las dos preguntas de a quién y a qué
seguían en pie. Debido, tal vez, a la dificultad de contestarlas
satisfactoriamente se ofreció otra respuesta: la función del rey consistía en
dar estabilidad a España.
Esta nueva explicación, lejos de resolver los
problemas, los acrecentaba. Porque lo cierto es que con rey o sin rey en España
siempre se ha cumplido aquello que con tanta precisión advirtió Machado:
“Españolito que al mundo vienes, te libre Dios. Una de las dos España ha de
helarte el corazón.” Y este carácter dual lo ha tenido siempre. Desde el
principio de los tiempos, desde la prehistoria, cuando todavía era simplemente
la Península Ibérica y lo ha arrastrado a lo largo de su historia: Íbera y
celta; Árabe y Cristiana; de la Península y de Allende; Conceptista y
Culteranista; Borbónica y Carlista; Republicana y Monárquica; Roja y Facha; del
Norte y del Sur…
Pretender que un rey consiga en España lo que
la historia misma no ha conseguido, significa obligarle a luchar contra la
naturaleza intrínseca de un pueblo que consiste en ser todo menos estable. La
estabilidad no la puede ofrecer el rey. La estabilidad es cosa del pueblo. Eso,
sin olvidar: Uno, que aquella frase de “el rey tiene que mantener contento al
pueblo” choca frontalmente con aquella otra de “nunca llueve a gusto de todos.”
Y dos, que en España cada uno de esos “todos” es un volcán no extinguido que
puede, por tanto, entrar en erupción en cualquier momento. Algunos partidos
políticos que lo saben, intentan provocar el estallido. No obstante, y aunque
es cierto que el pueblo tiene más cerca a los nobles que al rey y por tanto
escucha más a menudo sus voces, también lo es el hecho de que el pueblo no
estalla cuando lo quieren los nobles sino que el pueblo estalla cuando él
quiere estallar. Generalmente en el momento menos pensado y para algunos, en el
menos oportuno. Pero esto es otro tema…
Todos hemos estudiado la Historia Medieval. Los reyes
medievales nunca lucharon contra el pueblo. Esa contraposición Rey/Pueblo es
bastante más moderna. Antes hubiera sido impensable. El rey y el pueblo nunca
han sido enemigos naturales. Muy al contrario. Ambos debían establecer alianzas
contra el enemigo común. Esto es: los nobles.
Los nobles eran los verdaderos opresores del
pueblo y los conspiradores contra cualquier Poder que pretendiese imponerse por
encima de ellos. Al mismo tiempo ni el pueblo ni el rey podían prescindir de
ellos. El pueblo porque sabía que en caso de ataque eran ellos los que podían
organizar la defensa. El rey porque necesitaba aliados de los que servirse.
Cuantos más aliados, mejor. La estabilidad real hacía referencia al equilibrio entre las concesiones que debía
hacer a los nobles y la fuerza que debía ejercer para conservar su propio
poder. Y desde luego, a la larga, la mejor forma posible de conservar tal poder
era nuevamente asunto de mesura: la necesaria entre el uso de la fuerza y el
uso de la razón; la necesaria para no ser ni demasiado violento en sus acciones
ni demasiado generoso en sus dádivas, no fuera que se confundiera “generosidad” con “debilidad.”
El pueblo germano, estable aun sin estar unido, era consciente de la dureza de las regiones que habitaban. En los primeros albores, no importaba tanto la sangre como la valía persona. Aquél que pretendía ser Primus inter Pares debía probar que reunía las características suficientes para ello. Pero al fin y al cabo “malo conocido es mejor que bueno por conocer” y con el tiempo se adoptó la misma postura que en el resto de Europa: aceptar como rey al hijo de rey.
Vista así, la historia europea de los
primeros tiempos puede definirse como “una constante negociación entre el rey y
los nobles.”
¿Bajo qué premisas se establece, entonces, la
relación entre el rey y el pueblo?
-
Por un lado, ya lo hemos dicho, el rey ha de defender al pueblo de la
tiranía que los nobles ejercen (o pretenden ejercer) sobre él, sin aprovechar
su triunfo para caer él mismo en la tiranía. (Ustedes decidirán quiénes hoy en
día son los nobles del pueblo. ¿Los políticos? ¿Los medios de comunicación?
¿Los bancos? ¿Todos?) La respuesta me sobrepasa.
-
Por otro, el rey ha de convencer al pueblo de que “él es el sol”.
Esto no tiene nada que ver con el absolutismo y
sí, en cambio, con aquella primera idea de la auto-representación. El
rey se representa a sí mismo. El rey no quiere otra cosa que ser el rey. Y el pueblo se siente atraído por su calor,
por su luz, por aquella imagen casi celestial que se aparece ante su vista. Ese
rey ha vencido a los tiranos. Se ha
convertido en liberador y disfruta de su poder y de su fuerza con la
majestuosidad con que lo hace un dios olímpico. Es entonces, cuando el pueblo
se siente parte de ese poder. El rey tiene una naturaleza “divina” y el pueblo
como buen “panteísta” disfruta participando de esa naturaleza. El
rey es el pueblo. Esto
poco o nada tiene que ver con la “representación” o con la admiración mutua que
pueblo y soberano se puedan profesar. Esto tiene que ver con la “existencia”
misma.
Comprender esta sencilla premisa es lo que ha
permitido a la Corona Británica mantener su estabilidad. Su estabilidad, que no
la estabilidad del pueblo. Y esto a pesar de todos los avatares y conflictos
internos. Gran Bretaña, el pueblo británico es la monarquía real. En cada
desfile, en cada lío familiar, cada vez que los príncipes visitan un país o un
nuevo heredero nace, Gran Bretaña lo siente como suyo. Lo hace suyo. El pueblo
británico es la corona británica. Hay una identificación del pueblo con las
heroicidades y villanías de la corona. Una identificación, que no es una
representación. La reina británica no representa a su país. Eso lo harán, tal
vez, otros reyes en otros países. La reina británica es su pueblo.
(Dudo que deje reinar a su hijo. Entre otras cosas porque éste “traicionó” al pueblo que es ella misma y a
ella misma que es su pueblo, casándose con quien no amaba, destrozando de este modo no sólo el corazón
de una bella y tierna muchacha, sino la confianza del pueblo: ¡Qué mentiroso
decir que se ama a quién no se ama!)
Como digo. Es imposible pensar en el pueblo
inglés sin su rey. La corona es patrimonio nacional. Algo sin lo cual el pueblo
no puede ser entendido. Peor aún: él mismo no puede entenderse a sí mismo.
Hoy en día el rey ya no puede cumplir su
primera función: la de librar al pueblo de la tiranía de los nobles. La
Constitución lo impide. Y lo impide con razón. Hubo un momento en que el poder
absoluto del rey fue aún más terrible que la tiranía de los nobles. Y ya hemos
visto que la condición que el pueblo estableció en su alianza con el rey era la de que le librara de dicha
tiranía sin caer en ella. Las limitaciones que le impone la Constitución es el
castigo que el pueblo impone a una institución que se abusó de su buena
voluntad.
España es y será inestable. Sus guerras
civiles han sido más numerosas y cruentas que las guerras con sus vecinos. Tal
y como se presenta el panorama actual no parece que vaya a dejar de ser un
polvorín. El rey en España, para ser el pueblo, ha tenido que ser lo que es el
pueblo: dialéctico. O sea: “a” y “no a”. Teniendo en cuenta lo complicado del
asunto, no me extraña que la monarquía en España haya sido un “voy y vengo”. En
este momento, la persona más dialéctica dentro de la corona es la reina Letizia,
que siendo republicana es reina y que siendo periodista controla personalmente
tanto la posibilidad de obtener imágenes fotográficas de ella y su familia,
como las apariciones públicas de sus hijas; de manera que tenemos más datos del
pequeño príncipe George, que de la dulce Leonor; nombre y nacionalidad de la
niñera incluidos. Tal vez y en función a ese carácter dialéctico, pueda
alcanzar la reina Letizia mantener la corona.
¿Será
ella la síntesis?
¡Ah, la
síntesis!
¿Qué
pueblo inestable quiere la síntesis?
A veces
tengo la impresión de que la síntesis en España llegará el mismo día que el Fin
de la Historia.
Veremos.
Entretanto:
¡Dios
salve al pueblo!
Isabel
Viñado-Gascón
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