Monday, February 23, 2015

Stress


Carlota me llama para decirme que la nueva foto que he puesto en mi blog no le gusta: “Parece que eres de las que dices una cosa y haces otra. La antigua reflejaba mejor tu personalidad”.

“Debe ser la deformación que me produce leer tantos periódicos y tantas noticias diferentes.” – le respondo- “Una termina leyendo cosas tan dispares y disparatadas que al final termina por salirle esa sonrisa de cínico.”

De todas ellas, dos son las creencias actuales que por generalizadas y falsas, me preocupan especialmente. La primera ser refiere a la preocupación por el stress que padece la sociedad moderna y que, al parecer, va en incremento. La segunda, a la preocupación por la deflación.

La última vez que se habló de estos temas en una de esas reuniones intrascendentes, no pude esconder esa sonrisa que tan poco le gusta a mi amiga. Convendrán conmigo en que en esos instantes o provocas una gran discusión o te callas. Ante el buen desayuno que se tiene por delante uno come y calla y el que todavía no ha aprendido a poner cara de póker espera que entre tanto bullicio nadie se percate de su extraño gesto.

Nadie lo duda. Hay dos tipos de stress: el justificado y el injustificado. Un individuo que no tenga trabajo o tenga que buscar un nuevo empleo cada dos años porque los contratos se le acaban, las personas que tienen que atender por largo tiempo a personas enfermas mucho más siendo ellas de una constitución delicada, sufren un agotamiento provocado por las circunstancias exteriores y su malestar no tardaría en desaparecer – o al menos se aminoraría - si tuvieran un trabajo o  ayuda para realizar sus tareas. Este tipo de agotamiento es absolutamente comprensible. 
Las personas que lo sufren corren el riesgo de caer en la agresividad  o en la pasividad depresiva.

El otro tipo de stress, del que hoy nos vamos a ocupar, es el provocado artificialmente y surge de ese ese empeño en creer y hacer creer que para conservarse joven es necesaria la constante actividad social. 
Dicha afirmación entraña el mismo error que la teoría según la cual para mantenerse joven hay que hacer deporte. 
La equivocación en ambos casos radica en la misma causa: en la falta de medida provocada por la obsesión de querer ser todos iguales: o sea, por el igualitarismo.

Nadie niega que “no es bueno que el hombre esté solo” y que la constante inmovilidad y falta de ejercicio provocan consecuencias funestas para el cuerpo. Pero una cosa es eso y otra, muy distinta, esa fiebre por practicar deporte hasta el agotamiento que los medios de comunicación han introducido. No obstante, la realidad termina imponiéndose siempre y ya han surgido voces que recomiendan a los viejecitos que se abstengan no sólo de correr maratones sino de hacer ejercicios que requieran demasiado esfuerzo. Que algunas constituciones puedan lanzarse a esa aventura cuando han sobrepasado la barrera de los setenta e incluso de los ochenta años, no significa que todas las naturalezas sean capaces de resistirlo. Un hombre no es igual a un hombre. Un cuerpo no es igual a un cuerpo. Esa obsesión del “a” igual a “a”, no me cansaré de repetirlo, genera graves problemas. Si el deporte extremo fuera tan beneficioso, los esclavos de las minas y de las antiguas pirámides hubieran vivido hasta nuestros días...

De igual manera, no me cabe duda que hay personas para las cuales el contacto con otros seres humanos son lo que para los peces el agua: su hábitat. En cambio, para los animales terrestres, como mi amigo Carlos Saldaña, suponen una auténtica tortura que en ningún modo está dispuesto a soportar. Para el común de los mortales, de naturaleza anfibia, las reuniones sociales son agradables hasta un cierto punto. En demasía, sin embargo, terminan impidiendo tanto la vida familiar como la reflexión personal. Ese mensaje de los medios por fomentar los encuentros sociales ha provocado que muchos se sientan en el deber de que quedar con los amigos tan asiduamente como les sea posible.Hay una especie de competición en mostrar y demostrar quién cuenta con un mayor número de grupos ¿y todo ello para qué? ¿para divertirse? ¿para formarse?

Déjenme dudarlo.

El resultado de todas esas personas – generalmente anfibios y no peces- con una vida social tan intensa que casi no tienen tiempo ni para entrar en casa, que van de grupo en grupo, de café en cafe, de cena en cena, es que terminan deformados. 
Reconozcámoslo: esos grupos de amigos no son grupos de amigos en el sentido clásico de “amigo”. Son grupos de “coleguis” y de “risitas”. Se reúnen para sembrar, regar y cosechar blasfemias y difamaciones; para hacer frente a las críticas que contra ellos mismos se pueden verter y, en definitiva, para venderse al loco y peligroso mundo social; un mundo cada vez más psicópata y brutal. 
Es por eso por lo que las reuniones sociales duran cada vez menos tiempo y por curioso que pueda parecer cada vez más se reducen a intercambios de comunicación parecidos a slogans publicitarios. Los grupos sociales cumplen una función: la de manipular, la de lanzar bulos, la de parar ataques, pero jamás permiten la relajación. Si alguno acude con esa idea: la de comportarse como él es en realidad, de decir lo que él piensa en vez de lo que se piensa, no tardará en convertirse en el foco de toda la atención - o sea, de todas las críticas y mofas.
O tiene una fuerte personalidad o no tardará en quedar aniquilado para una buena temporada, tal vez para siempre. Aunque alguno de los presentes comparta sus tesis, callará para no compartir la misma suerte de aquél ingenuo desdichado.

El mundo fue siempre una jungla, es cierto; por eso, los antiguos antiguos se esmeraban tanto en buscar su paz y su tranquilidad, distinguían entre las relaciones mercantiles y la amistad, y andaban sin descanso buscando otro ser humano al que llamar “amigo”. Creo recordar que es en uno de los cuentos medievales del “Conde Lucanor” donde un padre le muestra a su hijo la imposibilidad de tener un amigo y le hace ver que podrá darse por contento si encuentra a un medio amigo.

A la cruda realidad le llaman “pesimismo”.

En los tiempos en los que la teoría “pensar en positivo” arrasa, el pesimismo es una palabra maldita. Así que convertimos a cualquier conocido en amigo, incluso a aquéllos a los cuales acabamos de ser presentados.

¿Cómo es posible tal milagro? ¿Cómo es posible que personas casi desconocidas se traten como “amigos”? Muy sencillo: no hablando de ningún tema importante. Concentrándose en lo que verdaderamente importa: la diversión sin más. La diversión por la diversión. Aquél que se atreva a introducir un tema importante ha de calibrar primero cómo piensa la mayoría del grupo si no quiere exponerse a quedar descuartizado socialmente. Aquél que pretenda llevar una prenda, un accesorio diferente, o no haya tenido tiempo para arreglarse de una determinada manera, o haya tomado una opción diferente de la normalmente aceptada por el grupo debe temer su ostracismo social y el asesinato de su personalidad individual. Lo mejor son esos enfrentamientos en los que “tu palabra contra la mía” que se resuelven en función de la mayor o menor simpatía social que cada uno de los enfrentados tenga. 
La verdad, la justicia, la sensatez... ¡No hay tiempo! Otro nuevo encuentro espera. ¿Pero qué pasa cuándo la falsedad del uno, del que tiene más éxito social, y la razón del otro, del que apenas cuenta con simpatías sociales, se descubre? ¡Oh! Entonces, ¡entonces es divertidísimo! Se corre un tupido velo y no se habla más del tema y si aquél que tenía la razón quiere seguir reivindicándola se le llama “pesado”, “alborotador”, “destructor de la paz social” y qué se yo. Suerte tendrá si la beata o el beato de turno no le aconseja aquello de “Fe, Esperanza y Caridad”, que se lo aconseja a usted, claro, pero no a él mismo porque de lo que no cabe duda es que los jueces de paz abundan, sobre todo cuando se trata de defender al socialmente más fuerte.

Curiosamente nadie se explica el aumento del stress, nadie identifica aumento de stress con aumento de encuentros sociales con aumento de mobbing. Ningún medio de masas recomienda quedarse en casa, tranquilo, escuchando a Haydn, por ejemplo, con un humeante café esperando pacientemente sobre la mesita de madera del salón al tiempo que cogemos un buen libro y nos tendemos en el sillón para saborear todo lo que nos rodea: música, café y libro.

Lo confieso. A mí me asombra – me asombra porque lo que es yo no lo conseguiría en mi vida- que todas esas personas que trabajan de ocho a seis de la tarde tengan tiempo para practicar deporte y reunirse con otras personas tres o cuatro días por semana o de establecer espontáneamente una conversación de horas cuando se encuentran por la calle con algún conocido. Y desde luego mi asombro ya no conoce límites cuando les escucho hablar de los nuevos libros que han descargado en su “e-book” y están al tanto de las nuevas novedades literarias y musicales, novedades que yo, he de reconocer, desconozco en su mayor parte.

Y al tiempo que admiro su fuerza, su vitalidad, su constante e inacabable energía me asombro de que pese a todo, no sean capaces de proferir una sola, una única opinión que les sea realmente propia. Si se pasan varias tardes en su compañía, uno no tarda en darse cuenta de que repiten y actúan con las ideas y conductas imperantes de su grupo. Ideas propias, lo que se dice ideas propias, tienen muy pocas. Para eso haría falta tener justamente lo que no tienen: tiempo para sí mismos.

En la actualidad el concepto “tiempo para sí mismo”  se contrapone al de “tiempo laboral”. De ahí que “tiempo para sí mismo” significa: “tiempo para disfrutar del tiempo libre”, que por imperativos sociales hemos, claro, de compartir con los amigos – por aquéllo de mantenerse joven y “en onda”.

“Tiempo para sí mismo” termina conviertiéndose, por paradójico que parezca, en sinónimo de “tiempo para los demás.”

Al final al individuo, entre el tiempo profesional y el tiempo de esparcimiento social, no le queda tiempo para su soledad, para conocerse, para reflexionar, para – en definitiva- ser él mismo. De vez en cuando acude a las manifestaciones exigiendo libertad, o se lamenta ante sus amistades, del poco tiempo que su empresa le deja “para sí mismo” y a continuación busca en su agenda un hueco libre para ir todos juntos a la próxima representación teatral...

Pobre....

¿Todavía hay alguien que, de verdad, se extrañe del aumento de la psicopatía y del stress que padece nuestra sociedad hoy en día y que la está abocando al vacío espiritual más profundo?

Isabel Viñado Gascón.







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