Wednesday, February 4, 2015

Un viaje a Lübeck


Acabo de regresar de Lübeck. Debo confesar que ha resultado un viaje sumamente interesante y eso que cuando me decidí a emprenderlo me asaltó la duda de que nada ni nadie resultara lo suficientemente atrayente como para despertar mi atención. Fuerza es admitir que a partir de una determinada edad ése –el de la indiferencia hacia el mundo exterior- es un peligro al que constantemente hay que hacer frente. Sencillamente: se ha vivido demasiado, se ha experimentado demasiado, se ha leído demasiado y al fin todo, por conocido, termina siendo aburrido.

Hete aquí, sin embargo, que la bella y amable ciudad de Lübeck, en la que todavía puede respirarse el efluvio de los prósperos tiempos pasados, me reservaba algunas agradables sorpresas. La principal: la casa de la familia Mann, en la que Thomas Mann se inspiró para escribir su obra “Los Buddenbrooks”.  Convertida en museo, el visitante tiene ocasión de conocer la geneología del premio Nobel alemán desde sus antepasados, dedicados al comercio- hasta la generación actual, dividida entre la ciencia y la cinematografía.

No es descabellado afirmar que la historia de la familia Mann representa –de algún modo- la propia historia de Alemania: ricos comerciantes que observan con tristeza cómo sus empresas no tardarán en desaparecer debido, entre otras causas, a la falta de herederos adecuados. En efecto, el comportamiento de las nuevas generaciones se rige más por la rebeldía que por las convenciones sociales; no es de extrañar, por tanto, que sientan una mayor inclinación hacia las letras que hacia los negocios, al tiempo que desprecian  los obsoletos planes de estudios inadecuados a los nuevos tiempos y a las nuevas ideas y se alzan contra profesores que envueltos en formol son incapaces de sentir aprecio ni por su asignatura, ni por los estudiantes, ni por el mundo que les rodea. Lo afirma el austriaco Stefan Zweig en su obra “El mundo del ayer” y lo confirma una generación entera de estudiantes cuyas calificaciones escolares fueron miserables porque, en vez de amoldarse a las enseñanzas mediocres de maestros indolentes, estaban ocupados en descubrir e intepretar por ellos mismos el mundo. En este sentido, Heinrich y Thomas Mann no fueron una excepción y mientras sus resultados en la asignatura de alemán dejaban mucho que desear, leían y escribían sin descanso. 
Aquélla generación no fue en absoluto una generación apática. Fue una generación cuya sed de conocimiento y de saber no podia ser saciada por las instituciones tradicionales. En vez de salir a la calle a pedir “calidad de enseñanza”, ella misma se ocupó de satisfacer sus expectativas.

Y pese a todo, aunque la generación de Thomas Mann puede calificarse como rebelde no fue, en ningún modo, una generación ruptura. El amor a los padres, el cariño al mundo al que pertenecían, se percibe en cada comentario, en cada momento. Se trata, hasta cierto punto, del mismo sentimiento que embarga a Huxley y a Virginia Woolf con respecto al estamento social al que pertenecen: ambos son conscientes de las grandes limitaciones que éste sufre, de la atrofia que padece; saben, igualmente, que sus días están contados, que los pilares han empezado a desmoronarse sin que nada ni nadie pueda impedirlo. Y sin embargo, no pueden disimular - tampoco lo pretenden -  el orgullo que sienten por pertenecer a él, cada cual, eso sí, a su modo y manera. Thomas Mann escribe sin renunciar a los grandes salones de Munich y a las relaciones que le puedan reportar ventajas sociales. Heinrich, en cambio, no siente ningún interés por los beneficios económicos. Lejos de sentirse orgulloso de tal actitud, él mismo define a este comportamiento como producto de la soberbia; nada que ver, por tanto, con la virtud.

Los embates que la sociedad de su tiempo sufrirá los llevará a ellos y a sus descendientes por caminos inimaginables. El exilio deformará sus personalidades. A unos los hará mejores y otros morirán en el intento. Klaus Mann, el hijo de Thomas, constituye un firme representante de todos aquéllos jóvenes que se vieron obligados a enfrentarse a un mundo exterior caótico antes incluso de haber puesto en orden el suyo propio. El desarraigo, la droga, la falta de dinero, la humillación que los extraños sufren allá donde van, dejarán profundas y terribles cicatrices de las que muchos no podrán recuperarse nunca.

Heinrich y Thomas Mann ejemplifican también las relaciones dinámicas y dialécticas entre los hermanos. Heinrich, el mayor, se da cuenta enseguida de los peligros a los que arrastran los nuevos nacionalismos. Thomas, refugiado en una Torre de Márfil parecida a la de Oscar Wilde aunque tal vez un poco más sobria que aquélla,  sigue mirando al mundo a través de unas ventanas empañadas por el humo. En “Consideraciones de un apolítico”, llevado seguramente de la atmósfera propagandística del momento, defenderá posiciones políticamente equivocadas entre ellas la defensa de la Primera Guerra Mundial. No será el único. También otros intelectuales y artistas, como el escultor Barlach, se mostrarán de acuerdo con ella. Ninguno de ellos tardará en arrepentirse de sus precipitadas conclusiones.

Heinrich será uno de los primeros en comprender el error de dicho conflicto y el que se lo hará ver a Thomas, aunque ello conlleve el deterioro de sus relaciones. El mundo está cambiando y no  precisamente a mejor. Será también Heinrich, menos dotado para la literatura que su hermano pero más perspicaz que él como observador político, quien afirme que Europa se encuentra entre la espada y la pared: entre el dinero americano y el fanatismo ruso.

Las consecuencias de tanta confusión quedan plasmadas en el arte de la época. El expresionismo alemán refleja con absoluta nitidez la miseria, el dolor, la soledad, en la que los seres humanos de su época se encuentran apresados. Hombres sin Dios, sin libertad y sin ley. Hombres encadenados por tiranos y normas que lejos de crear y posibilitar una sociedad, la destrozan. El progreso sólo parece haber traído consigo guerras cada vez más sangrientas y crueles. El grupo Brücke, cuyas obras más representativas se encuentran en Berlin y el escultor Barlach de Güstrow son firmes exponentes de la situación. Así Barlach construye una nueva “Piedad” que a diferencia de la de Miguel Ángel ya no muestra el dolor incontenible ante la muerte de su hijo. La “Piedad” de Barlach es una madre que ha sufrido tanto que ya no tiene ni lágrimas. Su postura es rígida. Y rígido es también su hijo. Rígido como la muerte misma. Ambos: madre e hijo  forman en su posición hierática una cruz. La Cruz del  calvario.

El auge del nazismo obligará a Barlach a abandonar la Academia de Bellas Artes Prusianas en 1937, y aunque en 1934 había firmado su adhesión al “Führer” en “la Convocatoria de artistas”, sus obras fueron retiradas de los museos por considerarse “arte degenerado". Una firma ya  no es  suficiente para que uno venda su alma al diablo; el diablo  de los viejos tiempos era más liberal. El actual -provenga del  infierno que provenga: político o mediático,  exige obediencia ciega.

Hoy, como ayer, el arte difícilmente puede desvincularse de las cuestiones políticas, salvo que se resguarde en una Torre de Márfil.

En nuestros días,  el arte abstracto, y la literatura individualista, reflejan únicamente el deseo de los artistas de alejarse de la realidad social que les rodea. 

El arte moderno ha erigido nuevas torres, quizás estéticamente distintas de aquélla de marfil de Thomas Mann y Oscar Wilde, pero que al fin y al cabo vienen a cumplir la misma función: la de refugio. Y la situación en la que ha caído puede compararse a la que sufren las ciudades que llevan demasiado sitiadas por el enemigo: falta de alimentos, enfermedades, traiciones, refriegas callejeras... En definitiva: indigencia física, moral e intelectual que de no solucionarse, y pronto, le han de llevar a la muerte.
En efecto, el arte actual, encerrado desde hace décadas en su refugio - que ya no es de marfil sino meramente comercial-  perece irremediablemente y ni siquiera la tan traída y llevada excusa de la "creatividad incomprendida" puede salvarlo de la situación de miseria en la que se encuentra. Las novelas históricas actuales, traten el tema del medievo, traten el tema de la Segunda Guerra mundial - han sido escritas por autores que hablan "de oídas". Lejos de dedicar su maestría lingüística a construir caraceres y a detenerse en reflexiones que emocionen a los lectores, poco importa en qué sentido, se entregan febrilmente, salvo muy contadas excepciones, a la tarea de narrar una interminable sucesión de aventuras, a cual más rocambolesca, hasta el punto de que los personajes son simples esbozos sin más personalidad que la maniquea: bueno/malo. Conseguir esto resulta, sin duda alguna, más fácil amén de proporcionar más beneficios económicos. En lo que a las historias acerca del presentse se refiere, éstas suelen concentrarse en la corrupción de las instituciones y en la intención de los jóvenes por empezar una nueva vida. Lo que sin embargo, termina aflorando es, por lo general,  el cansancio y la melancolía que envuelven a sus almas y el sinsentido de la existencia.  El arte abstracto, por su parte, tiene que construir teorías cada vez más extrañas para justificar el color y la composición, aún a sabiendas de que con ello no quieren decir nada más allá de lo que a simple vista se ve: juegos visuales con el color. Las teorías altamente metafísicas con las que pretenden explicar sus cuadros muestran justamente lo que con tanto ahínco se empeñan en querer ocultar: que sus cuadros son tal vez espiritualmente muy elevados, pero social y políticamente resultan irrelevantes.
Toda ello no refleja, como digo,  sino el desesperado intento de no participar en los asuntos del exterior, de permanecer enclaustrado en sus propios sentimientos y sensaciones, en una cápsula a la que le siguen llamando "arte" pero cuyo hedor empieza a resultar mortífero a los que se encuentran dentro e insufrible a los que permanecemos fuera.

Ironía de ironías, no el arte divino, no el arte inspirado por las musas eternas, sino un subtipo del subarte más vulgar: las caricaturas, esos dibujos que se caracterizan por mostrar la realidad deformada, por exaltar los rasgos más peculiares hasta convertirlos en pura burla de sí mismos, en simple chanza, son las que en la actualidad se han decidido a adentrarse en los espacios siempre conflictivos, nunca cómodos, de los conflictos sociales que nos golpean.

¿Es que los artistas no han tenido la valentía de sumergirse en el conocimiento, de bucear en las fuentes del saber como hicieron sus predecesores?

¿Es que no tienen nada que decir acerca de la vaciedad del presente y de la vida, lo cual -seamos sinceros- no es decir gran cosa porque la vida o está vacía o está llena de sufrimientos y los momentos felices dependen en gran medida del momento de forma que lo que para uno un trozo de pan seco constituye un estado de plenitud para otro representa la caída en la más profunda de las desgracias y lo mismo si hablamos de amor?

¿Es que los artistas se han convertido en simples artesanos de la palabra y de la materia sin espíritu o, por el contrario, en absolutos espíritus que vagan por los espacios sin materia alguna que los sujete hasta el punto de que les resulta imposible plasmar el espíritu en el que habitan en la materia en la que el resto de los mortales apoyamos nuestra existencia, nuestros conocimientos, nuestras esperanzas y nuestros temores?

¿Tal vez es que  los grandes artistas hayan visto y experimentado en exceso y ya nada les impresiona?

¿Tal vez el arte mismo sea demasiado viejo para conmoverse por algo de lo que le rodea? 

En fin...

Isabel Viñado Gascón


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