Conocí a
Bertolt Brecht en mi época de estudiante. Lo había tomado como autor
referencial para escribir un trabajo titulado “El arte por el arte y el arte
como didáctica”. La figura que representaba la postura antagónica a la de
Brecht era, como no podía ser menos, Oscar Wilde. Curiosamente ambos autores,
Wilde y Brecht, se convirtieron en mis escritores favoritos. Muchos de mis
compañeros se negaban a aceptar que alguien pudiera compartir una fascinación
por escritores con teorías y caracteres tan dispares. “Es como si dijeras que el Desierto y el Polo
Norte son los paisajes que más te gustan”, argüían. En mi ayuda vino aquélla
vez – justo es confesarlo - Carlos Saldaña
que solía acompañarnos cuando –según él – necesitaba de nuestro “blablear” para
descansar de la profundidad de sus estudios de medicina. Ese día, en plena
discusión, y ante la mirada atónita de todos reconoció, tan lacónico como de costumbre,
que sus parajes favoritos habían sido desde
siempre el Polo Norte y el Desierto. Y cuando mis compañeros le preguntaron a
qué se debía gusto tan extravagante, su respuesta no tembló: “Son los lugares
del planeta con menos habitantes por kilómetro cuadrado”, sentenció.
Bien. Algo
parecido me pasaba a mí con Wilde y Brecht. Sin anular sus divergencias yo había
conseguido, no obstante, encontrar el nexo de unión que permitía sentarlos a dialogar en la mesa redonda del rey Habermas. Ese punto común era el
distanciamiento que ambos adoptaron frente a sus respectivas sociedades. Aunque
a cada uno lo movían teorías y perspectivas distintas, ninguno de ellos llegó a
identificarse jamás con la sociedad a la que pertenecía. En vez de eso, la
miraron con recelo, por no decir con abierta desconfianza.
Wilde se distanció de su sociedad asumiendo el aire
elegantemente cínico del esteta que considera que lo único que puede salvarle
de esa sociedad tan aburrida en sus diversiones, como inmoral en su propia
ética, es la belleza.
El alejamiento
de Brecht es de la misma naturaleza que la del maestro de escuela con respecto
a los alumnos: la del hombre que se ha lanzado a la siempre difícil y
desagradecida tarea de comunicar su saber a quiénes, salvo contadas
excepciones, están allí porque bien sus padres, bien las leyes, así lo ordenan; no porque ellos lo hayan deseado. El buen maestro se ve obligado entonces a
desplegar toda su humanidad y fantasía para conseguir que aprendan sin caer en
el tedio y que se graben en sus cerebros alguna de las muchas palabras que
tienen que memorizar, aunque sea a base de la provocación, de la improvisación,
de lo inesperado.
Wilde
termina refugiándose en una torre de marfil cuyos cimientos empiezan a temblar y
Brecht, que asiste impotente al desmoronamiento de dicha torre, no tiene más remedio que
correr por medio mundo para salvarse de las iras de esos padres empeñados en
conservar su tradicional “Status quo” y que por tanto no están dispuestos a permitir que las lecciones de un maestrito de escuela revolucionen a sus hijos, ni siquiera cuando "el maestrito" se llama Brecht.
Que Oscar
Wilde y Bertolt Brecht tenían puntos en común lo demuestra igualmente el hecho
de que el primero, máximo representante del “arte por el arte” publicara un ensayo
sobre el socialismo y que el segundo, artífice insuperable en hacer del arte “un
medio de educación del espectador” escribiera su archiconocida poesía “Malos
tiempos para la lírica.”
Se hace
necesario subrayar que en realidad los tiempos siempre han sido malos para la
lírica y cuando han sido buenos, la lírica ha sido especialmente mala. Así de
contradictorio es el mundo. O hacemos el amor o lo escribimos. Si nos decidimos
por lo primero, la fuerza lírica se resiente. Por eso todos los poetas de este
mundo se empeñan en parapetarse tras el dolor y el sufrimiento por el bien
amado no conseguido. Si nos dedicamos a escribir
hemos de aceptar que la diferencia entre suspirar por el bien amado o
decidirnos a mostrárselo a los espectadores radica en la forma más que en el
fondo.
Ahora,
pasados ya los años de estudiante, conservada mi amistad con Saldaña pese a su
misoginia y a su misantropía, me
enfrento al mismo dilema que me acució entonces: Al de cómo encontrar puntos
comunes en los contrarios, sin caer en ese terrible y destructivo Principio de
Identidad.
Solo que en
este caso ya no se trata de dos autores: Wilde y Brecht, sino de dos principios
terriblemente antagónicos: La Paz y la Guerra.
Hace un par
de días leí en el FAZ (27 de Agosto de
2014) un blog de Don Alphonso, en el que se lamentaba del alud de noticias que
nos invaden sin que los lectores-espectadores-observadores podamos hacerles
frente. Don Alphonso ofrecía como solución “nuclear” pero, en su
opinión, efectiva, el abandono de la televisión, de los móviles y de artefactos similares y pasar a concentrarnos en la belleza de la música renacentista
que suena en la sala de un bello palacio. Sin pretenderlo pienso en Wilde y en
su desmoronada Torre de Marfil.
Hoy, en Youtube, oigo hablar a Gysi, en una de sus posiblemente más conocidas intervención ante el parlamento, afirmando que la guerra no es la solución y la venta de armas, mucho menos. Lo importante es intensificar los recursos diplomáticos.
Gysi, uno de los líderes del partido alemán ‘Die Linken” está convencido de que “hablando se entiende la gente”. Que siga siendo a su edad un ilustrado muestra su gran carisma. Yo, en cambio, me encuentro anclada en esa fase en la que uno ya no cree que las palabras sirvan para otra cosa que no sea discutir. Nunca para llegar a acuerdos. Por tanto ¿para qué diantres hablar de política?
Hoy, en Youtube, oigo hablar a Gysi, en una de sus posiblemente más conocidas intervención ante el parlamento, afirmando que la guerra no es la solución y la venta de armas, mucho menos. Lo importante es intensificar los recursos diplomáticos.
Gysi, uno de los líderes del partido alemán ‘Die Linken” está convencido de que “hablando se entiende la gente”. Que siga siendo a su edad un ilustrado muestra su gran carisma. Yo, en cambio, me encuentro anclada en esa fase en la que uno ya no cree que las palabras sirvan para otra cosa que no sea discutir. Nunca para llegar a acuerdos. Por tanto ¿para qué diantres hablar de política?
En mí, esta
actitud es producto de una crisis de Fe en el discurso. En mi amiga Carlota
se trata simplemente de guardar las formas. Expresar la propia opinión en
público es considerado por ella como signo de mala educación. “Podrías molestar
a las personas que pensaran de forma distinta a la tuya”, sentencia sumamente
convencida. Sí. No hay duda. Carlota es y será siempre una dama. La política es
una fea y engorrosa cosa sobre la que no merece la pena discutir. Sin embargo Carlota,
absolutamente contraria a entrometerse en política tiene un punto en común con
un profesional de la política como es Gisy. Ambos están convencidos de la
fuerza de las palabras para hacer triunfar a la razón, sea ésta la razón que
sea.
En efecto, cuando
se trata de un tema que concierne a Carlota directamente, no conozco una
rival más entusiasta que ella. Empieza a hablar muy rápido. No atiende a las razones
del contrario y si por casualidad atiende a alguna la revoca rápidamente. Su
dominio del lenguaje es de tal envergadura que parece un maestro espadachín
blandiendo su espada. Todo con tal de salirse con la suya. Esto implica no
aceptar ningún compromiso que no contenga todos y cada uno de los puntos que le
interesa conseguir. Y lo mejor del caso es que lo hace limpia y
silenciosamente: sin tirar un jarrón y sin proferir una palabra más alta que la
otra. No digamos ya improperios. ¡Qué
ordinariez! Al único al que se le escucha en tales situaciones es a su pobre e inocente marido que
intenta que Carlota le comprenda y que de vez en cuando, llevado por la
desesperación, suelta unos alaridos que muy bien podrían calificarse de
“hipohuracanados” y termina claudicando con un portazo, lo cual le obliga,
claro, a disculparse ante su mujer un poco más tarde.
Además de mi amiga Carlota, hay otro
contrario con quien Gysi guarda un punto en común. Este contrario es la Iglesia
Católica cada vez que habla de amor universal, perdón universal y unión
universal. Sería fantástico si lo universal fuera universal. La experiencia nos
dice que aman unos pocos; los otros son amados. Que perdonan unos pocos; los
otros son perdonados. La cosa se complica cuando la Iglesia Católica pretende compaginar la idea de amor universal y perdón universal con la idea de pecado y demonio. Es la misma situación confusa en la que cae Gysi cuando acepta
que un pueblo pueda defenderse si es atacado, pero no debe atacar. Es entonces
cuando uno se pregunta ¿con qué armas podrían protegerse aquéllos que solo se preocupan por mantener la paz por medios pacíficos cuando son agredidos por aquéllos que no piensan en otra cosa que no sea la guerra? ¿Y qué pasa con el tema de la OTAN? ¿Podría
pertenecer a la OTAN un país que no está dispuesto a participar en ningún
conflicto armado? ¿Acabaríamos con el fenómeno de las guerras si Alemania no
fabricara armas, no vendiera armas, no comprara armas? A mi mente acude una magistral obra de Brecht:
“Los fusiles de la madre Carrar”. En un primer momento, la madre Carrar se
niega a entregar los fusiles de su marido muerto y a que sus hijos se alisten
en la guerra a luchar contra los fascistas. Está convencida de que a quien
hierro mata a hierro muere. Pero cuando los fascistas asesinan a su hijo Juan
mientras estaba en su barca pescando, decide unirse a la batalla armada.
Tal vez
esta sea la actitud del señor Gysi. La madre Carrar había perdido a su marido
en la guerra y no quería perder a sus hijos. Nada de violencia. Nada de armas.
Lo que Brecht muestra es que eso no detiene al que sí persigue la violencia y
sí quiere las armas. Y esto, con independencia del nombre y apellidos de los
que no se detienen ante la posibilidad de derramar la sangre de los inocentes. ¿Acaso
detiene al perverso el que un niño sea un niño y no disponga de medios para
defenderse? En Ucrania habían empezado una guerra civil y cada una de los bandos enfrentados contaba con sus respectivos aliados. Éstos por su parte se dedicaban a jugar al ajedrez con más o menos éxito. Ahora parece que una de las dos partes ha decidido dejar el tablero a un lado y lanzarse no se sabe muy bien si a jugar a policías y ladrones, a fantasmas o a guerrillas. En Gaza parece que han decidido firmar la paz hasta que vuelvan a sonar las granadas. En Irak y alrededores, el salvajismo se nutre de víctimas y el Occidente no sabe muy bien qué hacer al respecto. En Europa, la sombra de Hamlet deshoja margaritas sin llegar a ninguna determinación concreta. En África el virus del ébola se expande más rápido de lo que pensamos y es una cuestión de tiempo que tengamos un enemigo más en casa. Es también una cuestión de tiempo que hayamos de decidir quiénes son nuestros enemigos más peligrosos, a fin de concentrarnos en detenerlos. Lo cierto es que entre extremistas de aquí, fanáticos de allá, virus de Dios sabe dónde y perversos del internet y del extranet, la cosa se complica.
¿Quién no
querría vencerles a todos ellos por medio de instrumentos pacíficos? ¿Quién en
su sano juicio se opondría a métodos racionales para asegurar la paz y la
armonía en nuestra cultura? ¿Pero quién puede afirmar que mientras nosotros
hablamos de paz, hacemos la paz y nos esforzamos por mantener la paz, otros no
se empeñan en hacer la guerra? El señor Gysi dice que los otros pueden
permitirse hacer la guerra porque Alemania les vende armas. Aunque sobreseamos el hecho de que el Estado
germano no es el único país que vende armas no podemos olvidar que con las
armas pasa lo mismo que con la droga y el alcohol. En Rusia cuando no tienen
vodka beben lo que les den: incluso etanol. Los drogadictos, a falta de droga
esnifan hasta pegamento o la elaboran en cocinas transformadas en laboratorios.
Los que quieren armas las tendrían aunque en este mundo no hubiera ningún país que
se las proporcionara. Tal vez, en efecto, no tendrían armas tan refinadas pero
tendrían armas. Todo el que quiere matar encuentra la forma de hacerlo En
cambio ¿con qué podríamos defendernos nosotros? La falta de una industria
armamentística y el cumplimiento de una ley pacifista habría hecho imposible
tener una forma razonable de oposición militar al enemigo.
Cuenta
Voltaire, otro ilustrado, que en tiempos de Luis XIV Europa, tras largas y
cruentas guerras, alcanzó finalmente la paz: cuando las fuerzas militares de
los posibles contrincantes estaban tan igualadas que todos ellos sabían que
lanzarse a un conflicto bélico llevaba aparejado la perdición.
Eso nos
remite a la búsqueda de otro interesante punto común entre contrarios: El
existente entre la vida y la muerte. Porque al paso que vamos y habiendo tantos
‘suicidas” en potencia, no parece que la guerra fría vaya camino de convertirse
en la solución.
Isabel
Viñado Gascón
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