Monday, March 9, 2015

Ana Allen

Gracias a las investigaciones periodísticas, Ana Allen se ha convertido en la mentirosa patológica española por antonomasia, logrando de este modo lo que en su profesión no había todavía alcanzado: la fama.

No sé quién conocería a esta chica antes de que se descubrieran sus mentiras. Yo, desde luego, no. Lo que me sorprende – a qué negarlo- es que a algunos mentirosos se les condene a la guillotina social y en cambio a otros, se les encumbre a la gloria.

Y con esto no me refiero a los políticos. Ya saben ustedes que los políticos nunca mienten. Simplemente “analizan” la realidad de distintas maneras. Algunas veces son “malinterpretados” y otras veces “se equivocan”, “cometen errores”... Pero entonces van, piden perdón y ya está.

No sé cómo Ana Allen no se le permite hacer lo mismo. O sea: convocar a los periodistas a una rueda de prensa, entonar el “mea culpa” y a otra cosa mariposa.

No la dejarán. No.

¿El motivo?

Que ya ha sido condenada por un tribunal mucho más estricto que el jurídico: el social. Esa chica no sólo tiene los días contados en una profesión como la de actor que, curiosamente consiste en mentir al público, en disfrazarse de otro ser, en fingir otra vida y el mejor actor es el que mejor lo consigue.

 No. Esta chica tiene los días contados en cualquier actividad laboral que se precie.

¿Era de verdad necesario este juicio público?

¿Era de verdad necesaria esta sentencia a muerte, justo en tiempos en los que incluso se está cuestionando la cadena perpetua?

Y si de repente se va a condenar tan duramente la mentira ¿por qué solamente a ella y no al resto de los mentirosos convulsivos que se mueven a sus anchas por todo el país? ¿Por qué no se lleva a cabo una campaña “de limpieza” contra esos que a fuerza de mentir no únicamente sobre su vida laboral sino sobre sus compañeros de trabajo, sobre sus vecinos, crean realidades virtuales?

En una de las muchas ciudades donde he vivido conocí un caso insólito. Una nueva habitante llegó a esa terrible ciudad de provincias en las que "nunca pasa nada" y se presentó a sí misma como Licenciada en Derecho. Poco más tarde supimos que el único título que tenía en su haber era el de la selectividad. Trabajaba como funcionaria interina. Se presentó a unas oposiciones y aprobó. Afirmó que eran las del grupo B. Resultó que eran del antiguo grupo D, hoy conocido por C2. Decía que su cuñado era médico y más tarde supimos que era auxiliar de laboratorio. En fin, una Ana Allen a lo provinciano. No termina ahí el asunto. Era experta en trabar amistades utilizando para ello un arma que nunca falla: el cotilleo. Sabía de todos y de todas. Un simple “hola” convertía a cualquier conocido en un amigo de toda la vida. A todos aquéllas personas que se atrevían a contradecirla las difamaba bien creando realidades virtuales: una pequeña verdad envuelta en papel de mentira o calificándolas de “loca”.

Sin embargo fue encumbrada a lo más alto de la sociedad. Y me consta que en determinados ámbitos sigue siendo sumamente respetada y, sobre todo, temida.

¿Qué es lo que la diferencia de la pobre Ana Allen?

Curiosamente tuvo más relación con las madres que con las hijas que eran de su edad.Esas madres de una generación que se había casado muy jóvenes pero que eran consideradas por sus propias hijas como madres más que como mujeres, se vieron de repente rejuvenecidas por alguien que las trataba como sus iguales, como sus amigas. Hasta el punto de que muchas de esas mujeres la llegaron a adoptar como hija en sus corazones.

Una de esas madres, por ejemplo, obligaba a su propia hija -embarazada y con un hijo pequeño- a salir con las "nietas postizas". Así que cada vez que la hija llegaba a casa de su madre a pasar una temporada y salían juntas, se daba la surrealista situación de que la hija iba tirando de la sillita de su hijo y la madre de la sillita de la "nieta postiza". Veinte años más tarde mi amiga  -paciente como pocas- seguía soportando la extraña relación. Una Nochevieja, la "hija postiza" llegó de visita. Había bebido un poco más de la cuenta y su voz sonaba entrecortada. Su marido la amonestó por haber bebido tanto. La madre de mi amiga replicó rápidamente: “¡Pues anda que ésta!”. Esa “ésta” era mi amiga que es, curiosamente,  una de las pocas abstemias de este mundo que conozco. Y es que la madre prefería crucificar a su propia hija antes que consentir que nadie dijera nada en contra de aquélla que le había devuelto la juventud, y con la que salía a caminar diariamente, al menos mientras su salud lo permitió. Los reproches de la hija sólo sirvieron para dar emoción a la relación. De repente era como la de dos amantes que se encuentran en la oscuridad, al abrigo de toda indiscreción. 
Mi amiga, más que harta, rompió la relación con sus padres convirtiéndose claro, en la mala y desagradecida hija ante los tribunales sociales.

Aquélla mentirosa había sabido encontrar la llave que abría la puerta del éxito, al menos en su hábitat: había logrado conquistar a una generación de madres que estaban frustradas por no haber tenido las oportunidades que sus hijas tenían y que ellas habrían deseado para sí mismas, y les había ofrecido el élixir de la juventud. A pesar de la diferencia de edad, la amistad era posible porque para ellas no había pasado la edad, porque seguían manteniéndose jóvenes. El encanto, claro, lo venían a romper sus propias hijas que les recordaban su edad, que les recordaban su papel de madres.

Ése –y no otro- ha sido el fallo de Ana Allen.

El problema no es que haya mentido.

El problema es que ha ido por libre.

El problema es que no ha sabido conquistar, seducir, al implacable juez que es la opinión pública y, según Oscar Wilde, la opinión pública son sobre todo las mujeres, porque son ellas las que le introducen a uno en sociedad.

¿De verdad es necesario asesinar socialmente a una mentirosa de profesión actriz, habiendo tantos mentirosos como hay por el mundo?

¿Es que el cinismo es mayor de lo que pensamos?

¿O es que Ana Allen sabe alguna verdad que no conviene saber?

A estas alturas, yo ya me creo cualquier cosa...

O lo que es lo mismo: No me creo absolutamente nada.




Isabel Viñado Gascón

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