Gracias a las investigaciones periodísticas, Ana Allen se ha convertido en
la mentirosa patológica española por antonomasia, logrando de este modo lo que
en su profesión no había todavía alcanzado: la fama.
No sé quién conocería a esta chica antes de que se descubrieran sus
mentiras. Yo, desde luego, no. Lo que me sorprende – a qué negarlo- es que a
algunos mentirosos se les condene a la guillotina social y en cambio a otros,
se les encumbre a la gloria.
Y con esto no me refiero a los políticos. Ya saben ustedes que los
políticos nunca mienten. Simplemente “analizan” la realidad de distintas maneras.
Algunas veces son “malinterpretados” y otras veces “se equivocan”, “cometen
errores”... Pero entonces van, piden perdón y ya está.
No sé cómo Ana Allen no se le permite hacer lo mismo. O sea: convocar a los
periodistas a una rueda de prensa, entonar el “mea culpa” y a otra cosa mariposa.
No la dejarán. No.
¿El motivo?
Que ya ha sido condenada por un tribunal mucho más estricto que el
jurídico: el social. Esa chica no sólo tiene los días contados en una profesión
como la de actor que, curiosamente consiste en mentir al público, en
disfrazarse de otro ser, en fingir otra vida y el mejor actor es el que mejor
lo consigue.
No. Esta chica tiene los días contados en cualquier actividad
laboral que se precie.
¿Era de verdad necesario este juicio público?
¿Era de verdad necesaria esta sentencia a muerte, justo en tiempos en los
que incluso se está cuestionando la cadena perpetua?
Y si de repente se va a condenar tan duramente la mentira ¿por qué
solamente a ella y no al resto de los mentirosos convulsivos que se mueven a
sus anchas por todo el país? ¿Por qué no se lleva a cabo una campaña “de
limpieza” contra esos que a fuerza de mentir no únicamente sobre su vida
laboral sino sobre sus compañeros de trabajo, sobre sus vecinos, crean
realidades virtuales?
En una de las muchas ciudades donde he vivido conocí un caso insólito. Una
nueva habitante llegó a esa terrible ciudad de provincias en las que "nunca pasa nada" y se presentó a sí misma como Licenciada en Derecho. Poco más tarde
supimos que el único título que tenía en su haber era el de la selectividad.
Trabajaba como funcionaria interina. Se presentó a unas oposiciones y aprobó.
Afirmó que eran las del grupo B. Resultó que eran del antiguo grupo D, hoy
conocido por C2. Decía que su cuñado era médico y más tarde supimos que era
auxiliar de laboratorio. En fin, una Ana Allen a lo provinciano. No termina ahí
el asunto. Era experta en trabar amistades utilizando para ello un arma que
nunca falla: el cotilleo. Sabía de todos y de todas. Un simple “hola” convertía
a cualquier conocido en un amigo de toda la vida. A todos aquéllas personas que
se atrevían a contradecirla las difamaba bien creando realidades virtuales: una
pequeña verdad envuelta en papel de mentira o calificándolas de “loca”.
Sin embargo fue encumbrada a lo más alto de la sociedad. Y me consta
que en determinados ámbitos sigue siendo sumamente respetada y, sobre todo,
temida.
¿Qué es lo que la diferencia de la pobre Ana Allen?
Curiosamente tuvo más relación con las madres que con las hijas que eran de
su edad.Esas madres de una generación que se había casado muy jóvenes pero que eran consideradas por sus propias hijas como madres más que como mujeres, se vieron de repente rejuvenecidas por alguien que las trataba como sus iguales, como sus amigas. Hasta el punto de que muchas de esas mujeres la llegaron a adoptar como hija en sus corazones.
Una de esas madres, por ejemplo, obligaba a su
propia hija -embarazada y con un hijo pequeño- a salir con las "nietas postizas". Así que cada vez que la hija llegaba a casa de su madre a pasar una temporada y salían juntas, se daba la surrealista situación de que la hija iba tirando de la sillita de su hijo y la madre de la
sillita de la "nieta postiza". Veinte años más tarde mi amiga -paciente como pocas- seguía soportando la extraña relación. Una Nochevieja, la "hija postiza" llegó de visita. Había bebido un poco más de la cuenta y su voz sonaba entrecortada. Su marido la amonestó por haber bebido tanto. La madre de mi amiga replicó rápidamente: “¡Pues anda que ésta!”. Esa “ésta” era mi amiga que es, curiosamente, una de las pocas abstemias de este mundo que conozco. Y es que la madre prefería crucificar a su propia hija antes que consentir que nadie dijera nada en contra de aquélla que le había devuelto la juventud, y con la que salía a caminar diariamente, al menos mientras su salud lo permitió. Los reproches de la hija sólo sirvieron para dar emoción a la relación. De repente era como la de dos amantes que se encuentran en la oscuridad, al abrigo de toda indiscreción.
Mi amiga, más que harta, rompió la relación con sus padres convirtiéndose claro, en la mala y desagradecida hija ante los tribunales sociales.
Aquélla mentirosa había sabido encontrar la llave que abría la puerta del
éxito, al menos en su hábitat: había logrado conquistar a una generación de madres que estaban frustradas por no haber tenido las
oportunidades que sus hijas tenían y que ellas habrían deseado para sí mismas, y les había ofrecido el élixir de la juventud. A pesar de la diferencia de edad, la amistad era posible porque para ellas no había pasado la edad, porque seguían manteniéndose jóvenes. El encanto, claro, lo venían a romper sus propias hijas que les recordaban su edad, que les recordaban su papel de madres.
Ése –y no otro- ha sido el fallo de Ana Allen.
El problema no es que haya mentido.
El problema es que ha ido por libre.
El problema es que no ha sabido conquistar, seducir, al implacable juez que
es la opinión pública y, según Oscar Wilde, la opinión pública son sobre todo las mujeres, porque son ellas las que le introducen a uno en sociedad.
¿De verdad es necesario asesinar socialmente a una mentirosa de profesión
actriz, habiendo tantos mentirosos como hay por el mundo?
¿O es que Ana Allen sabe alguna verdad que no conviene saber?
A estas alturas, yo ya me creo cualquier cosa...
O lo que es lo mismo: No me creo absolutamente nada.
Isabel Viñado Gascón
No comments:
Post a Comment