Sunday, November 9, 2014

9 de Noviembre de 1989


Seguramente la mayoría de los alemanes que lean este blog se mostrarán disconformes con mi opinión. Lo único que puedo alegar en mi defensa es que nunca he pretendido que mis comentarios se ajusten a la verdad. Créanme, ya es bastante difícil conseguir que no se alejen demasiado de mi opinión, siempre proclive a nuevas elucubraciones sobre lo ya elucubrado. Igualmente lamento dececpcionar a aquéllos que esperaban un canto a favor o en contra del régimen bolchevique y de mis consideraciones respecto al capitalismo. No lo he hecho porque creo firmemente que la reunificación alemana no tuvo que ver con ningún sistema político. Tuvo que ver, sobre todo, con el Amor. Sí. La reunificación alemana es una bella y feliz historia de Amor que mi espíritu romántico siempre rememora con placer.

Lo cierto es que el 9 de Noviembre de 1989 el muro de Berlín cayó y sucedió como suele suceder cuando se cumplen los sueños que se creían inalcanzables: de la forma más sencilla y natural. Tan sencilla y natural que a uno le sigue pareciendo increíble que el milagro no se hubiera producido mucho antes.

A la desolada Cenicienta se le presenta sin avisar su hada madrina y en cinco minutos pasa a convertirse en una bella princesa: elegante vestido, imponente carroza, veloces caballos...  con un único requisito: a la medianoche tiene que estar de vuelta en casa. A esa hora se deshará el hechizo.

Algo parecido le pasó a Alemania. De repente, lo tantas veces soñado se cumplió de forma imprevista e inesperada: justo cuando el sueño del ideal amenazaba con transformarse en el sueño del durmiente.

El 9 de Noviembre de 1989, la imagen de los jóvenes subidos al muro y la imagen de la policía que permite que eso suceda, en vez de “cumplir con su deber”, sume al pueblo en la alegría al mismo tiempo que incita a los incrédulos a la desconfianza. Si era tan fácil ¿por qué no antes? No hay tiempo de respuestas. Alemania ya está gritando jubilosa que el pueblo alemán ha sido el artífice de la reunificación: que llegaban tantos y tantos que eran imparables, que la policía no hubiera podido hacer nada contra todo un pueblo.

Silencio.

Es mejor el silencio.

La primavera de Praga nos contempla.

Silencio.

¿Quién quiere romper el encantamiento de la noche?

La noche brillante envuelve la atmósfera irreal del viejo palacio. Y la música suena. Cenicienta baila con el príncipe. El príncipe se enamora de ella. Las doce. Cenicienta tiene que escapar para no ser descubierta. Pierde un zapato. El príncipe recorre el país buscando a la dueña de ese zapato para casarse con ella. Sea quién sea, la ama.

El encantamiento de la reunificación alemana se rompió en el mismo instante en que las dificultades económicas hicieron su aparición. Las estructuras de la sociedad industrial de la Alemania del Este se habían quedado obsoletas e ineficaces para los nuevos tiempos. Los trabajadores estaban acostumbrados a obedecer pero no a tomar decisiones. Sin embargo,  al igual que el príncipe, Alemania del Oeste estaba profundamente enamorada de Alemania del Este. Ahora que había tenido la dicha de reencontrarse con su media naranja, no podía permitir que fuera el dinero el que los separara. Como siempre digo, al alemán le preocupa sobremanera la procedencia y el destino de su dinero. Eso, sin embargo, no lo convierte ni mucho menos en un avaro. Cuando está convencido de la importancia del asunto, no tiene inconveniente alguno en invertir ingentes sumas de capital. Y éste, desde luego, lo era.

Los esfuerzos que hicieron los alemanes del Oeste para “encontrar” a la Alemania del Este fueron enormes. Los chistes de uno y otro lado, también. Los “ossis” decían que los “wessis” eran arrogantes. Los “wessis” que los “ossis” habían perdido sus instintos después de soportar tanta “domesticación”. Uno de estos esfuerzos consistió en trasladar la capital alemana de Bonn a Berlín a fin de estar más cerca de los nuevos territorios. He de decir que dicho traslado se realizó en medio de las lágrimas de muchos funcionarios que no sentían ningún deseo de abandonar la pequeña y tranquila ciudad a orillas del sagrado Rhin, para asentarse en la prusiana, gris y abandonada Berlín.

En efecto, en aquél tiempo, Bonn era una de las ciudades más bellas del país germano. Ciudad natal de Beethoven, uno podía decidir entre acercarse a las orillas del río mitológico o subir a pasear hasta el Venusberg. Y si ninguna de las dos propuestas le satisfacían lo suficiente, siempre quedaba la posibilidad de visitar la alegre Colonia.

Berlín en cambio... Gris. Oscura. Una ciudad mimada por el este y el oeste, inserta en glorias pasadas pero inactiva y engreída en el presente. Una ciudad que vivía de las subvenciones de los unos, de la pobreza de los otros y de la corrupción de todos. La historia oscura de Berlín es muy oscura. Realmente oscura. Corramos un tupido velo. El derecho al olvido. Ya saben.

En unos momentos en los que las arcas vacías de la Alemania del Este y las no muy llenas de la Alemania del Oeste, acuciaban diariamente a los economistas, a los periodistas y a la población, los alemanes se decidieron a abandonar la tranquila, acogedora y elegante Bonn para trasladarse a Berlín. Lo decidieron a pesar de lo importante que es, vuelvo a repetir, la procedencia y destino del dinero y a pesar de lo plácidamente que se encontraban en Bonn.

Y esta decisión es – a mi modo de ver- tan importante como la caída del muro misma.  

Porque a pesar de los costes, tanto económicos como emocionales, la reunificación nunca hubiera podido cumplirse de no haber sido por el nombramiento de Berlín como capital del nuevo país. Berlín era el zapato de Cenicienta, y el príncipe – Alemania del Oeste- no paró hasta conseguir colocárselo a su amada. Las ventanas de Berlín se abrieron. Los sótanos se limpiaron de ratas. Las nuevas estructuras, los nuevos esquemas de poder se introdujeron al tiempo que se renovaban las casas, se plantaban árboles y los habitantes se esmeraban por cuidar su aspecto tradicionalmente desaliñado y sus modales, de costumbre un tanto rudos,  con los recién llegados. Los berlineses, en Alemania, tienen fama de tener buen corazón pero ser unos incorregibles bocazas, no aptos para almas sensibles.

Berlín, la gran Berlín ha vuelto a renacer de sus cenizas. Moderna, simpática, atractiva, joven. Sigue siendo una bocazas ¿pero a quién le importa?

Alemania del Este era Cenicienta. Alemania del Oeste, el príncipe. Berlín, el zapato que llevó al príncipe hasta su amada. Y  pese a las protestas de unos que anunciaban un enlace problemático para la pareja y para aquéllos que les rodearan y pese al escepticismo de otros que no creían que tal unión pudiera desarrollarse en armonía, se casaron. Fueron felices y comieron perdices.

¿Quién era el hada madrina?

Si ustedes no lo saben, yo tampoco.

Pero les daré una pista:

Lleva una varita mágica.

Y aunque no lo parezca, es increiblemente vieja.

Isabel Viñado-Gascón

 

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