Tuesday, November 11, 2014

El derecho al olvido


Me hubiera gustado escribir un artículo sobre este tema mucho antes: cuando ocupó las primeras planas de los periódicos. En aquél entonces muchos comentaristas advirtieron preocupados de los riesgos que éste derecho representaba tanto para la salvaguarda de la libertad de expresión como para la veracidad de la exposición histórica de los hechos.

Yo, en cambio, fui incapaz de escribir una sóla línea. La risa me lo impidió. Incluso en estos instantes resulta difícil poder concentrarme en la redacción del tema sin que mis carcajadas resuenen por todo el edificio. Es lo que tiene el asombro: a veces provoca admiración, a veces repulsión, casi indignación, y a veces, como en este caso, desata la hilaridad. No es para menos.

Díganme ustedes: ¡Sentirse preocupados por la “memoria histórica” en unos tiempos como los nuestros, en los que la “memoria histórica” dura lo que duran los beneficios de los periódicos que explotan el tema! ¡Exigir, reclamar el derecho al olvido en momentos en los que ya nadie se acuerda de lo que sucedió hace dos días! ¡Pero si justo lo contrario es lo que debería reivindicarse! 
Una petición colectiva del derecho al recuerdo: eso es lo que los ciudadanos deberían resolverse a firmar.

El lector lee los titulares de la misma manera que el espectador ve la televisión: zapeando. Ambos son llevados por intenciones idénticas. “Small-Talk" y  distracción: son los principales objetivos que hoy en día persiguen la mayoría de los consumidores de noticias.  Se trata de buscar temas de conversación que poder utilizar durante la pausa en el trabajo, o simplemente ir a la caza y captura de nuevas emociones que les distraigan de la monotonía de la vida – de su vida – diaria. La profundización en el tema dura lo que la emoción dure.
En este sentido el verano del 2014 puede calificarse de “sensacional”. Los Unos, los Otros, los de Aquí, los de Allá y un virus mutante: el ébola. Eso sin olvidar la redada policial llevada a cabo en Gran Bretaña, que descubrió que mil cuatrocientas niñas habían estado sufriendo durante años vejaciones de todo tipo sin que la policía hubiera hecho nada al respecto. La justificación que se dió a dicha pasividad es que  ¡la policía británica no quería ser tachada de racista!. (¡Como si una justificación así no aumentara el racismo en la sociedad! ¡Como si la corrección política fuera lo habitual en un país en el que incluso los españoles, ciudadanos de la UE, sufren insultos en las salas de espera de los hospitales!)

En fin... Como ustedes mismos habrán comprobado, las últimos meses se han caracterizado por los grandes titulares, las grandes emociones y un número variado de temas de conversación con los que amenizar el tranquilo periodo de asueto y ayudar a adentrarse en el otoño.

¿Qué ha quedado de todo ello?

¡El derecho al olvido, seguramente!

Silencio en los periódicos sobre el proceso a los individuos que destrozaron la infancia de mil cuatrocientas niñas porque la policía británica no quería ser calificada como racista. Silencio sobre aquél crucero al que Méjico denegó el permiso de atracar porque había declarado un caso de ébola a bordo. Confusión y silencio sobre el desarrollo del ébola en los países afectados. Por un lado se dice que la epidemia ha sido vencida, por otro se siguen enviando fuerzas humanas y dinero para combatirla.

En lo que a la partida de ajedrez entre Rusia y Estados Unidos, cada nueva jugada es digna de estudio. Parece ser que Ucrania ya no es lo más interesante. Las noticias sobre nuevos ataques y contrataques carecen de interés ahora que ya se ha acordado que Ucrania recibirá gas de Rusia, gracias al crédito que la Unión Europea le ha concedido para pagarlo y que sólo Dios sabe cuándo devolverá. Según Putin, ellos todavía están esperando la devolución de su  préstamo... Pero con Putin o sin Putin, Ucrania tendrá gas durante el invierno y sigue bajo influencia europea. Cuestión zanjada (y olvidada). Esta semana es China la protagonista. China tiene ahora grandes sabias verdades que decir a los dos rivales. Una de ellas se refiere al  inapropiado comportamiento que supone  colocar  un abrigo sobre los hombros de una dama cuando ésta tiene frio. Al menos cuando se trata de la primera dama china. Eso es precisamente lo que ha hecho Putin. Pero no sólo le ha reportado la consiguiente crítica de los entendidos en etiqueta; también ha obligado a los censores chinos a trabajar toda la noche para borrar cualquier imagen de la delicada situación. No sean malpensados. El único deseo de esos amables censores que no han dormido a causa de su trabajo es el de proteger el derecho al olvido de Putin.

Se reclama el derecho al olvido en unos tiempos en los que en los que el escándalo representa una importante fuente de ingresos para más de un artista, consagrado o no. Ello les sume en la insidiosa tarea de tener que inventar constantemente nuevas formas de provocación porque el público ha terminado por olvidar incluso qué era aquéllo que le escandalizaba. Así que esos artistas luchan febrilmente contra el peligro siempre presente, siempre real, de que el espectador les observe, entone un ¡ah!, no demasiado abierto y continúe con sus acostumbradas actividades sin prestar mayor interés, olvidándose de ellos a los cinco minutos; unos tiempos en los que el exceso de información impide la reflexión y en los que el dominio profundo de un tema exige un profundo análisis crítico capaz de deslindar lo importante de lo banal; tiempos en los que las imágenes se suceden las unas a las otras con cada vez más rapidez, de forma que ordenarlas mentalmente es poco menos que imposible.

Sin embargo, nadie exige el verdadero derecho al olvido, ése que no depende de Google sino de la comprensión y bondad de la comunidad en la que la vida de un individuo se desarrolla.
El afectado por la memoria de los que le rodean ha de marcharse lejos de su barrio y de su pueblo. Lo dice Philippe Claudel en su extraordinaria obra “El informe de Brodeck”. La memoria de los verdugos, la memoria de las víctimas. Esa es la verdadera, la auténtica memoria que resulta atroz, temible. La memoria de lo que uno fue, de lo que uno sufrió e hizo sufrir: esa es la memoria de la que gustaría poder desembarazarse. De la memoria que el pueblo guarda de los pecados cometidos por cada una de las familias que lo componen. En dichas comunidades la redención no sirve de gran cosa; el pecado de los antepasados es siempre pecado original y se arrastra de generación en generación, igual que los secretos nunca desvelados. ¡Si al menos el tiempo conservara la exactitud de los hechos pasados!  Pero su transcurrir desvirtúa y  deforma los acontecimientos y del injustamente acusado termina quedando sólo el acusado. Contra ese  recuerdo cruel e inactivo que no sirve más que para sembrar el camino con más cadáveres de los que ya hay y que arroja a la mentira o al destierro, contra ese – curiosamente- nadie se pronuncia.
El derecho al olvido se demanda, se exige, únicamente a los archivos de Google.

Díganme ¿No creen ustedes que este derecho es absurdo? ¿No les parece salido de una novela de P.G. Wodehouse o mejor aún de Chesterton?

Lo siento. La risa no  me deja continuar...
¿O serán las lágrimas?

Isabel Viñado Gascón

 

 

 

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