Los mismos periodistas que defienden a gritos la libertad de expresión,
suelen ser también los que con más virulencia atacan a todos aquéllos cuyas opiniones
no se ajustan a las suyas. Las burlas más o menos encubiertas de las
declaraciones del otro sirven para llenar los titulares y artículos que
escriben. Todos los que no piensan cómo ellos están, por supuesto, en su
derecho de expresar su opinión. Ellos son tolerantes. ¡Faltaría más! Pero a
continuación, claro, se impone la inquisición. La inquisición de los
periodistas no la de la Iglesia Católica, porque esa, gracias a Dios y a los
Ilustrados, hace tiempo que fue superada. Y así, en virtud del poder que la
tribuna de los medios de comunicacion les confiere para defender sus propias ideas, declaran a todo aquél que no piensa como
ellos o equivocado o tonto.
Evitan – y eso es lo terrible- la reflexión sobre lo que ese otro ha dicho.
Por eso, de repente, muchos periodistas, maestros en el arte de ironizar, no
entienden ni quieren comprender la ironía que a veces encierran las palabras.
Ellos que, como españoles que son, habrán escuchado alguna vez - por lo menos,
escuchado- aquello de “te mato”, “me
mato”, “me muero” cuando uno se encuentra ante una situación que le
encoleriza o le asusta, ignoran que la
expresión “le doy un puñetazo” no significa necesariamente “le doy un puñetazo” sino: “me enfado muchísimo”, “ me encolerizo.
Tampoco intentan comprender a qué se puede estar refiriendo el Papa con sus
palabras. Ellos son más listos que el Papa y han decidido que el Papa se ha
equivocado, que ha resbalado mediáticamente y que, en fin… menuda semana de
barbaridades llevan aguantando, ¡pobres sufridores!
Lo piensan, lo dicen y se quedan tan contentos. Ellos –sesudos periodistas-
han hablado.
Punto final.
Punto final.
Un periódico tras otro juzga y sentencia al Papa. Curiosamente últimamente la libertad de
expresión parece consistir esencialmente en arremeter contra las ideas del
otro. Las ideas propias, lo que se dice ideas propias, escasean. Y no me extraña:
en el momento en el que uno se atreve a decir algo que no coincide con lo que
han sentenciado unos cuantos, llega la inquisición y lo condena o por tonto o por
loco.
He leído la prensa alemana.
A decir verdad ningún periódico se ocupa demasiado de las declaraciones del Papa, mucho menos revuelo aún causa la frase que tantos comentarios ha provocado en España. Los alemanes –tan cautos en sus declaraciones de amor y de violencia- dan por sentado que eso es una forma de hablar que se corresponde con los hábitos lingüísticos latinos y no le conceden mayor importancia. De lo que sí en cambio se ocupan es de aquello a lo que realmente se estaba refiriendo.
Los periodistas alemanes han hecho lo que la mayoría de los periodistas españoles han olvidado: reflexionar.
A decir verdad ningún periódico se ocupa demasiado de las declaraciones del Papa, mucho menos revuelo aún causa la frase que tantos comentarios ha provocado en España. Los alemanes –tan cautos en sus declaraciones de amor y de violencia- dan por sentado que eso es una forma de hablar que se corresponde con los hábitos lingüísticos latinos y no le conceden mayor importancia. De lo que sí en cambio se ocupan es de aquello a lo que realmente se estaba refiriendo.
Los periodistas alemanes han hecho lo que la mayoría de los periodistas españoles han olvidado: reflexionar.
Y en efecto. Lo que ha dicho el Papa es importante, fundamental. Con sus
declaraciones ha escindido los dos temas que aparecen entremezclados en esta
tragedia. Por un lado, la violencia; por otro, los límites de la libertad de
expresión, incluso para el caso en que jurídicamente la legislación no contemple ninguna represalia.
Este tema, claro, a los malos periodistas les disgusta. A los buenos, sin
embargo, les introduce en la problemática de la ética profesional.
El Papa ha condenado la violencia. Ha señalado expresamente que matar es
malvado y terrible. Matar en nombre de Dios atenta contra Dios y los principios
sagrados. El Papa ha condenado los asesinatos doblemente: por asesinatos y por
haber sido cometidos en nombre de Dios. El Papa ha sido honesto al reconocer
que en este sentido la Iglesia Católica históricamente vista tampoco está libre
de culpa.
Pero el Papa ha reconocido igualmente que la libertad de expresión tiene
unos límites y esos límites son el respeto a las ideas y creencias del otro, el
respeto a lo que el otro considera como sagrado. Como ya escribí en uno de los
blogs, mi amiga Carlota afirma que la tolerancia tiene dos direcciones: del uno al otro y del otro al uno.
Los periodistas reclaman una sola dirección. El Papa ha recordado que hay que
tener en cuenta la existencia de las dos y respetarlas. El insulto, la burla,
no pueden ni deben resguardarse bajo la máscara protectora de la libertad de
expresión. El insulto y la burla restan siempre insulto y burla. ¿En qué otra
cosa si no consiste muchas veces el mobbing que sufren cientos de adolescentes
en el instituto y en las redes sociales? ¿Acaso no ignoramos lo difícil que
resulta superarlo? ¿Acaso no sabemos que se ejerce siempre contra los
socialmente más débiles, contra los menos integrados en los grupos, contra los
distintos, contra los solitarios –poco importa la causa?
El Papa condena la violencia y condena la burla. Condena el asesinato
aunque sea en nombre de Dios pero también condena la burla hacia lo sagrado.
Los que asesinan deben de ir a la cárcel. ¿Y los que se burlan de los otros? ¿Qué se hace
con los que no asesinan el cuerpo pero asesinan el alma? Pegar un puñetazo, lo
sabemos todos, lo admitamos o no, no significa pegar un puñetazo, (sobre todo
porque el que pega un puñetazo se arriesga a ser condenado jurídicamente) pero
sí significa el derecho a establecer consecuencias. Últimamente el insultado no
se puede ni enfadar. O le llaman “enfadón”, o le dicen que no tiene sentido del
humor, que ha sido simplemente un comentario, que tampoco es para tanto…
En cambio, el Papa Francisco ha expresado llana pero contundentemente que
hay cosas que sí son para tanto, que hay insultos que sí insultan, que las
gracias y las “gracietas” tienen un límite y si esto no lo sabe el que las
pronuncia, tendrá que enseñárselo el ofendido con su reacción.
En este sentido, el comentario del periodista Rainer Hermann, publicado en el FAZ (Frankfurter Allgemeine Zeitung)
ayer Sábado: 17 de Enero del 2015, me parece brillante. Traduzco una parte
del artículo: “El Papa Francisco recordó una verdad fundamental que rige en las
relaciones de unos individuos con otros: quien insulta lo que a otro le resulta
sagrado, quien conscientemente y sin gusto provoca, debe esperar las
consiguientes reacciones. Por eso muestra comprensión hacia la reacción de los
musulmanes, igual que debe esperar un puñetazo todo aquél que insulte a su
madre. Fue un Papa directo, como anteriormente, cuando predicaba en las Favelas
de Sudamérica. (…) En las personas descansa la obligación de practicar con
responsabilidad las libertades y respetarse los unos a los otros. No se tiene
que compartir la creencia del otro, pero sí debiera respetarse. De ahí se
establecen las autolimitaciones y las fronteras, del mismo modo que no todo lo
que técnicamente es posible, está permitido. Los creyentes, independientemente
de la religión, son atacados más fácilmente que los ateos, a los cuales ya nada
les resulta sagrado. (…) “
Hay un punto más que añadir al comentario del señor Hermann.
¡Por fin la Iglesia Católica está volviendo a recobrar la sensatez! Ya no basta
con pedir perdón simplemente, ya no basta con poner la mejilla directamente.
Perdón a los que sinceramente se arrepientan, poner la otra mejilla para los
asuntos relevantes, pero para los necios,
para los malvados, para los hipócritas, repulsión y alejamiento.
Al fin, la Iglesia empieza a salir de ese círculo maldito del “Todo en el Uno y el Uno en el Todo”, al fin empieza a olvidarse del “Amor-Uno” y del Perdón automático que cuando se pide –si se pide- suena a fonema pero a nada más, y si eres creyente y te enfadas estás condenado a darlo incluso antes de que te lo pidan “porque para eso eres creyente”. Al fin, la Iglesia Católica reconoce que hay un Bien y que hay un Mal y que el Mal no debe de ser tolerado. Al fin volvemos al discurso teológico serio: qué es el Bien y qué es el Mal en una sociedad como la nuestra.
Al fin, la Iglesia empieza a salir de ese círculo maldito del “Todo en el Uno y el Uno en el Todo”, al fin empieza a olvidarse del “Amor-Uno” y del Perdón automático que cuando se pide –si se pide- suena a fonema pero a nada más, y si eres creyente y te enfadas estás condenado a darlo incluso antes de que te lo pidan “porque para eso eres creyente”. Al fin, la Iglesia Católica reconoce que hay un Bien y que hay un Mal y que el Mal no debe de ser tolerado. Al fin volvemos al discurso teológico serio: qué es el Bien y qué es el Mal en una sociedad como la nuestra.
Es un comienzo.
Queda aún mucho camino.
Lo recorreremos, lo recorreremos.
Para eso somos nómadas.
Isabel Viñado Gascón
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