Hace un par de años alguien me formuló esta pregunta. Seguramente el desconcierto y mi
consiguiente balbuceo llevaron a mi interlocutor a hacerle pensar que pocos o casi ninguno. Lo cierto, sin
embargo, es que yo jamás me había planteado dicha cuestión. ¿Tenía sentido
hacerlo?
Después de largas cavilaciones llegué a la conclusión de que contestar a la
pregunta por el número de ejemplares leídos a lo largo de un periodo de doce
meses sólo era posible si uno consideraba que en virtud del Principio de
Identidad (“a” es igual a “a”), un libro es un libro . O sea que
un libro, cualquier libro, es igual a otro libro, cualquier otro libro, por ser
justamente eso: un libro. Una vez establecidas dichas bases, lo único a efectuar era un simple
razonamiento matemático: doscientas páginas, dos horas; como dispongo de una
hora al día para leer, eso significa que cada dos días leo un libro. Los
Domingos tengo más tiempo, así que puedo permitirme terminar uno entero. La
solución es exacta: cuatro libros a la semana. El año tiene cincuenta y dos
semanas. Cuatro por cincuenta y dos son doscientos ocho libros anuales.
Mi problema es que tales operaciones, aún siendo de una exactitud indiscutible, resultaban completamente falsas. En efecto, en mi cuentas, dos más dos eran cinco. Y ello porque desde mi punto de vista era imposible aplicar el Principio de Identidad. Hacerlo constituia un gravísimo y fundamental error: un libro no es un libro.
Mi problema es que tales operaciones, aún siendo de una exactitud indiscutible, resultaban completamente falsas. En efecto, en mi cuentas, dos más dos eran cinco. Y ello porque desde mi punto de vista era imposible aplicar el Principio de Identidad. Hacerlo constituia un gravísimo y fundamental error: un libro no es un libro.
He llegado a la conclusión de
que los que formulan y contestan a tales preguntas no saben realmente qué es un
libro, ni entienden en qué consiste su esencia que es siempre mágica,
diferente. Un libro no es el resultado
que surge de encuadernar un conjunto de páginas. Cada libro constituye en sí
mismo un universo y del mismo modo que uno encuentra lugares que le satisfacen
especialmente, o se le antojan más misteriosos o le ofrecen más
riesgos y emociones que otros, uno encuentra también distintos universos: en unos se ha
detenido el tiempo, en otros – en cambio- avanza rápidamente; hay universos aburridos,
lineales; universos en los que el ritmo del corazón se acelera y otros en los
que se impone el meditar y la reflexión. Por poner un ejemplo, los dos últimos libros que he leído
son “Orthodoxy”, de Chesterton y “Elementargeister” de Heinrich Heine. Mientras
este último lo he acabado en una mañana, el otro me ha ocupado una semana entera
y las reflexiones sobre él me ocuparán sin duda más tiempo todavía.
Resulta irónico: divagamos
sobre la existencia de universos paralelos, nos complacemos en pensar la
cantidad de mundos distintos que pueden existir más allá de nuestra galaxia,
elucubramos sobre la posibilidad de la existencia de seres absolutamente distintos
a nosotros y sin embargo nos empeñamos una y otra vez en meter en
compartimentos estancos, cerrados y a veces hasta malolientes a todo lo que nos
rodea y forma parte de nosotros.
El tema de la “reflexión sobre lo leído” me obliga
a recordar un blog al que llegué por casualidad hace un par de semanas. El bloguero
pedía que los lectores le recomendaran libros para de este modo confeccionar
una lista con los cien mejores libros del año, o algo por el estilo. Una de las
respuestas me dejó atónita. El participante no sólo afirmaba leer más de
quinientos libros al año, sino que no ocultaba en absoluto su desprecio hacia
aquéllos que dedican tiempo y energía a reflexionar y dialogar sobre un libro. “El
verdadero lector”, sentenciaba contundente, “no destripa los libros, los
degusta.”
Quinientos libros al año...
Hace varias semanas que lo leí y aún no me he recuperado de la impresión. Menos
aún del tono inquebrantable de su declaración según la cual una reflexión, un análisis
posterior sobre los libros, resulta no sólo innecesaria sino incluso contraproducente porque
impide lanzarse al viaje.
¡Y nos lo dice a nosotros: a mí y a todos los que son como yo! ¡Nómadas por
carácter y por destino!
Ese buen hombre –porque se trataba de un hombre-
debería saber que uno no puede lanzarse a la aventura sin al menos considerar
el terreno; uno no puede alzar el vuelo sin tener en cuenta el tiempo
climatológico; mucho menos aún puede caminar interrumpidamente: tarde o
temprano la fatiga le haría desfallecer. En cualquier actividad, incluso la más
trivial, se impone la pausa; pausa que sirve para recuperar fuerzas y
reflexionar sobre lo hecho, sobre el camino andado ¿De qué otra forma, si no,
se puede degustar el camino recorrido? La emoción de un momento no descansa
solamente en el instante, también en el recuerdo, también en la posibilidad de
su deconstrucción, reconstrucción e incluso transformación: “¿Qué habría pasado
si...?” es una de las preguntas que más interesantes resultan a nuestro intelecto. Es entonces, entonces y
no antes, cuando se abren las puertas a los mundos paralelos, a los mundos
virtuales, a la magia del ensueño.
La reflexión sobre un libro no es simplemente un análisis de las palabras
allí contenidas. Es también un diálogo con el escritor - si se trata de un
ensayo- y con los personajes - caso de que se trate de una obra de ficción. No
hace falta haber leído “Niebla” de Unamuno para saber que en una novela, en cualquier
novela, los personajes cobran una existencia separada de su creador. El
escritor es el que nos introduce en ese mundo. El escritor es, por decirlo de
algún modo, el portero del edificio, pero es con los personajes con quienes el
lector establece una relación amistosa o conflictiva, dependiendo del juicio
que merecen las vidas que acabamos de conocer.
Es justamente este diálogo, primero y la reflexión, después lo que hace
imposible que el lector se sienta solo – el verdadero lector, no el “que-cuenta-libros”.
A mí me asombra las reacciones que muchas veces provocamos en los demás cuando
decimos que nuestros únicos hobbys consisten en leer y en escribir. “A mí
también” – dicen- “¿Pero y reunirte con gente? ¿y la vida social? ¿No crees que
deberías dedicarle un par de horas al día?” – preguntan acto seguido un tanto
desconcertados. Es en esos momentos en los que no nos queda más remedio que
esconder la risa. ¡Pero si no paramos de estar con gente! Hoy cóctel con la
gran sociedad, mañana asamblea con el proletariado y dentro de tres días una
conferencia sobre la importancia del cristianismo en una sociedad marcada por
el progreso, sin olvidar que por la tarde nos espera una pequeña charla sobre
las ninfas, duendes y similares en la que probablemente se llegue a la
conclusión de que las tradiciones paganas se introdujeron de una u otra forma
en el cristianismo. ¿No es emocionante?
¡Y qué tragedia, en cambio, cuando un libro es malo y nos aburre! Volvemos
entonces al mundo real, a nuestro mundo, con el mismo malhumor con el que se
regresa a casa después de haber asistido a una reunión sumamente anodina, una
de esas reuniones en las que no se habla más que de temas intrascendentes y
archiconocidos. Dejamos los zapatos en la entrada y nos echamos en la cama
invadidos por el terrible cansancio que el tedio causa y no nos recuperamos del
disgusto y la contrariedad por el tiempo perdido hasta pasado un buen rato.
Se pregunta por qué se ha perdido el placer de la lectura. Se ha perdido
porque aunque no deje de hablarse de la realidad virtual, se ha perdido el
sentido de lo mágico.Sobre este tema les remito a mi blog “El tercer hombre” de
Graham Green, aparecido en Octubre del 2013.
En cualquier caso, estoy convencida, por lo menos al día de hoy, que cuantificar
la realidad es convertirla en un puro y simple objeto científico, desposeerla
de la reflexión es negarle también cualquier tipo de emoción. Si algo muestra y
demuestra la obra maestra de arte, es que ambos caracteres: emoción y reflexión
caminan juntos. Es imposible que el uno pueda subsistir sin el otro y caso de
que esto suceda, la obra maestra deja de ser obra maestra para convertirse en
un simple producto. El arte deja de ser arte para devenir fabricación y,
consiguientemente, marketing: “¿Cuántos cuadros tienes?”, “¿Cuántos Picassos?”
.Isabel Viñado Gascón
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