Thursday, January 22, 2015

Una cuestión baladí: “¿Cuántos libros lee usted al año?”


Hace un par de años alguien me formuló esta pregunta. Seguramente el desconcierto y mi consiguiente balbuceo llevaron a mi interlocutor a hacerle pensar que pocos o casi ninguno. Lo cierto, sin embargo, es que yo jamás me había planteado dicha cuestión. ¿Tenía sentido hacerlo?

Después de largas cavilaciones llegué a la conclusión de que contestar a la pregunta por el número de ejemplares leídos a lo largo de un periodo de doce meses sólo era posible si uno consideraba que en virtud del Principio de Identidad (“a” es igual a “a”), un libro es un libro . O sea que un libro, cualquier libro, es igual a otro libro, cualquier otro libro, por ser justamente eso: un libro. Una vez establecidas dichas bases, lo único a efectuar era un simple razonamiento matemático: doscientas páginas, dos horas; como dispongo de una hora al día para leer, eso significa que cada dos días leo un libro. Los Domingos tengo más tiempo, así que puedo permitirme terminar uno entero. La solución es exacta: cuatro libros a la semana. El año tiene cincuenta y dos semanas. Cuatro por cincuenta y dos son doscientos ocho libros anuales.
Mi problema es que tales operaciones, aún siendo de una exactitud indiscutible, resultaban completamente falsas. En efecto, en mi cuentas, dos más dos eran cinco. Y ello porque desde mi punto de vista era imposible aplicar el Principio de Identidad. Hacerlo constituia un gravísimo y fundamental error: un libro no es un libro.

He llegado a la conclusión de que los que formulan y contestan a tales preguntas no saben realmente qué es un libro, ni entienden en qué consiste su esencia que es siempre mágica, diferente.  Un libro no es el resultado que surge de encuadernar un conjunto de páginas. Cada libro constituye en sí mismo un universo y del mismo modo que uno encuentra lugares que le satisfacen especialmente, o se le antojan más misteriosos o le ofrecen más riesgos y emociones que otros, uno encuentra  también distintos universos: en unos se ha detenido el tiempo, en otros – en cambio- avanza rápidamente; hay universos aburridos, lineales; universos en los que el ritmo del corazón se acelera y otros en los que se impone el meditar y la reflexión. Por poner un ejemplo, los dos últimos libros que he leído son “Orthodoxy”, de Chesterton y “Elementargeister” de Heinrich Heine. Mientras este último lo he acabado en una mañana, el otro me ha ocupado una semana entera y las reflexiones sobre él me ocuparán sin duda más tiempo todavía.

Resulta irónico: divagamos sobre la existencia de universos paralelos, nos complacemos en pensar la cantidad de mundos distintos que pueden existir más allá de nuestra galaxia, elucubramos sobre la posibilidad de la existencia de seres absolutamente distintos a nosotros y sin embargo nos empeñamos una y otra vez en meter en compartimentos estancos, cerrados y a veces hasta malolientes a todo lo que nos rodea y forma parte de nosotros.

El tema de la “reflexión sobre lo leído” me obliga a recordar un blog al que llegué por casualidad hace un par de semanas. El bloguero pedía que los lectores le recomendaran libros para de este modo confeccionar una lista con los cien mejores libros del año, o algo por el estilo. Una de las respuestas me dejó atónita. El participante no sólo afirmaba leer más de quinientos libros al año, sino que no ocultaba en absoluto su desprecio hacia aquéllos que dedican tiempo y energía a reflexionar y dialogar sobre un libro. “El verdadero lector”, sentenciaba contundente, “no destripa los libros, los degusta.”

Quinientos libros al año... Hace varias semanas que lo leí y aún no me he recuperado de la impresión. Menos aún del tono inquebrantable de su declaración según la cual una reflexión, un análisis posterior sobre los libros, resulta no sólo innecesaria sino incluso contraproducente porque impide lanzarse al viaje.

¡Y nos lo dice a nosotros: a mí y a todos los que son como yo! ¡Nómadas por carácter y por destino! 
Ese buen hombre –porque se trataba de un hombre- debería saber que uno no puede lanzarse a la aventura sin al menos considerar el terreno; uno no puede alzar el vuelo sin tener en cuenta el tiempo climatológico; mucho menos aún puede caminar interrumpidamente: tarde o temprano la fatiga le haría desfallecer. En cualquier actividad, incluso la más trivial, se impone la pausa; pausa que sirve para recuperar fuerzas y reflexionar sobre lo hecho, sobre el camino andado ¿De qué otra forma, si no, se puede degustar el camino recorrido? La emoción de un momento no descansa solamente en el instante, también en el recuerdo, también en la posibilidad de su deconstrucción, reconstrucción e incluso transformación: “¿Qué habría pasado si...?” es una de las preguntas que más interesantes resultan  a nuestro intelecto. Es entonces, entonces y no antes, cuando se abren las puertas a los mundos paralelos, a los mundos virtuales, a la magia del ensueño.

La reflexión sobre un libro no es simplemente un análisis de las palabras allí contenidas. Es también un diálogo con el escritor - si se trata de un ensayo- y con los personajes - caso de que se trate de una obra de ficción. No hace falta haber leído “Niebla” de Unamuno para saber que en una novela, en cualquier novela, los personajes cobran una existencia separada de su creador. El escritor es el que nos introduce en ese mundo. El escritor es, por decirlo de algún modo, el portero del edificio, pero es con los personajes con quienes el lector establece una relación amistosa o conflictiva, dependiendo del juicio que merecen las vidas que acabamos de conocer.

Es justamente este diálogo, primero y la reflexión, después lo que hace imposible que el lector se sienta solo – el verdadero lector, no el “que-cuenta-libros”. A mí me asombra las reacciones que muchas veces provocamos en los demás cuando decimos que nuestros únicos hobbys consisten en leer y en escribir. “A mí también” – dicen- “¿Pero y reunirte con gente? ¿y la vida social? ¿No crees que deberías dedicarle un par de horas al día?” – preguntan acto seguido un tanto desconcertados. Es en esos momentos en los que no nos queda más remedio que esconder la risa. ¡Pero si no paramos de estar con gente! Hoy cóctel con la gran sociedad, mañana asamblea con el proletariado y dentro de tres días una conferencia sobre la importancia del cristianismo en una sociedad marcada por el progreso, sin olvidar que por la tarde nos espera una pequeña charla sobre las ninfas, duendes y similares en la que probablemente se llegue a la conclusión de que las tradiciones paganas se introdujeron de una u otra forma en el cristianismo. ¿No es emocionante?

¡Y qué tragedia, en cambio, cuando un libro es malo y nos aburre! Volvemos entonces al mundo real, a nuestro mundo, con el mismo malhumor con el que se regresa a casa después de haber asistido a una reunión sumamente anodina, una de esas reuniones en las que no se habla más que de temas intrascendentes y archiconocidos. Dejamos los zapatos en la entrada y nos echamos en la cama invadidos por el terrible cansancio que el tedio causa y no nos recuperamos del disgusto y la contrariedad por el tiempo perdido hasta pasado un buen rato.

Se pregunta por qué se ha perdido el placer de la lectura. Se ha perdido porque aunque no deje de hablarse de la realidad virtual, se ha perdido el sentido de lo mágico.Sobre este tema les remito a mi blog “El tercer hombre” de Graham Green, aparecido en Octubre del 2013.

En cualquier caso, estoy convencida, por lo menos al día de hoy, que cuantificar la realidad es convertirla en un puro y simple objeto científico, desposeerla de la reflexión es negarle también cualquier tipo de emoción. Si algo muestra y demuestra la obra maestra de arte, es que ambos caracteres: emoción y reflexión caminan juntos. Es imposible que el uno pueda subsistir sin el otro y caso de que esto suceda, la obra maestra deja de ser obra maestra para convertirse en un simple producto. El arte deja de ser arte para devenir fabricación y, consiguientemente, marketing: “¿Cuántos cuadros tienes?”, “¿Cuántos Picassos?”

.Isabel Viñado Gascón

 

 

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