Ayer por la noche me llamó mi
amiga Carlota. Había ido al cine con su marido a ver una película. Al terminar
de verla, me dijo, en lo único que pensaba su marido era en tomarse una aspirina.
Ella, en cambio, estaba sumamente enfadada. Enfadada con la sociedad y con la
hipocresía que la suele caracterizar. Enfadada por haber sido tan ingenua. Enfadada
por haber creído en los constantemente proclamados ideales de paz y justicia...
Debo confesar que al principio no
entendía a qué se estaba refiriendo.
“Desde que me casé”, explicó, “sólo he oído advertencias en contra de los
juguetes que tuvieran que ver algo con la guerra. Nada de tanques para los niños,
nada de pistolas. Hubo una época en la que incluso las pistolas de agua estaban
mal vistas en determinados círculos. Para los niños, todo lo que tuviera que
ver con la violencia era nocivo. Para las niñas, todo lo que pudiera despertar
los instintos sexuales. No te puedes ni imaginar, Isabel, la discusión que se originó en nuestro grupo de amigos
cuando una de la veces que les invitamos a comer, nuestras dos hijas se
presentaron a saludarles acompañadas de sus nuevas muñecas: unas barbies.
Las barbies fueron motivo de conversación el resto de la tarde que, debido
a este motivo, se alargó más de lo acostumbrado. Las barbies sexualizaban a las
niñas, aseguraban; las barbies simbolizaban un modelo femenino orientado a
convertir a la mujer en un objeto sexual, pendiente únicamente de la moda... La
conclusión fue que yo, Carlota Gautier, asustada por los perniciosos efectos
que me auguraban, aproveché la primera oportunidad que tuve para esconder las
barbies sin dejar huella.”
“Y ahora ¿qué?”, preguntaba encolerizada, “¿Con qué crees que me encuentro
ahora? ¡Las películas no son películas! ¡Son un curso de carnicería a
distancia! ¡Carne, carne, carne! Es lo único que ves. Ya no hay películas ni de
acción ni de amor. Ahora sólo hay películas de violencia y sexo. Ya no hay
películas que sirvan de excusa para que los actores mantengan conversaciones
interesantes y amenas. Ahora los diálogos sólo muestran la manipulación
psicológica que unos personajes tratan de ejercer sobre los otros. ¿Y yo? Yo no
he preparado a mis hijos para que sean capaces de integrarse en un mundo de
psicópatas. Ahora comprendo por qué en cada clase, en cada curso, pertenecen
siempre al grupo de los “raros”. Claro. Están con los otros dos o tres que, al
igual que los míos, no han tenido acceso a internet hasta los trece o catorce años
y siempre con seguimiento paterno. Los juegos de ordenador que les he
comprado a mis hijos han sido de fútbol o de estrategia comercial y ni siquiera aún así hemos
dejado de jugar los domingos, después de comer, a algún juego de mesa, todos
juntos. ¿Y qué me dices de las niñas? Clase de música y clase de deporte.
Baloncesto, la una; atletismo, la otra. En baloncesto, un simple roce ya
significa una falta y en atletismo, ni te cuento...
¡Vivir para ver! Y yo ¡Yo he sido
tan ingenua que en vez de preparar a mis hijos para que sean capaces de
integrarse en el mundo de psicópatas que les espera, lo único que he hecho ha
sido hacerles creer que los sacrosantos valores de la Ilustración, la palabra
incluida, seguían conservando vigencia! ¡Cómo he podido estar tan ciega!”
No sé cuánto tiempo le durará el
enfado. Tampoco sé cuándo ella y su marido volverán a pisar una sala de cine.
Al menos en un punto le doy la razón: la sociedad es hipócrita. Y lo es, no
sólo en lo que a educación se refiere. También en lo que se refiere a sus
miedos. A mí, por ejemplo, me asombra el
tratamiento mediático que se está haciendo del problema del ébola. Hasta un
grado en que la hipocresía de la que se queja Carlota me parece más que
hipocresía, cinismo.
Hace poco menos de dos meses se nos avisaba de la gravedad de la epidemia,
de la facilidad con la que se transmitía, tanto, que parecía que un simple roce
bastaba para que se produjera el contagio; de los altos índices de
mortalidad, de la rapidez con la que se extendía...
Entonces se tranquilizaba a la
población afirmando que las posibilidades de que llegara a Europa eran
sumamente escasas. Sin embargo, ya ha llegado. Y no sólo a Europa. También a
los Estados Unidos. Fuenteovejuna, entonces, piensa en esos lugares repletos de
gente extraña con los que se está en continuo contacto, sin ni siquiera
notarlo: aeropuertos, estaciones, aviones, trenes, autobuses, centros
comerciales... Y Fuenteovejuna, tiembla.
La respuesta que recibe de la
sociedad, vía periódicos y demás medios de información, no se hace esperar:
Fuenteovejuna no tiene que preocuparse ni caer en el histerismo. El contagio no
es tan fácil como en un principio a causa del desconocimiento sobre esta
enfermedad, se dijo. Además los laboratorios están trabajando para conseguir
una vacuna que no tardará en ver la luz. De hecho, ya existen unos primeros
ensayos. Es una cuestión de paciencia. Unas pocas semanas y todo resuelto. No hay
que angustiarse por tan poca cosa...
Y yo, como de costumbre, me
asombro.
Como todos sabemos el virus del
ébola no es nuevo y tampoco era desconocida la magnitud de los efectos que
provocaba. Al menos desde mediados de los años 70 se sabía de su existencia y
ya había habido, dicen, un primer brote que había logrado ser controlado. A
muchos les extraña aquél primer éxito de las autoridades sanitarias en África, sobre todo teniendo en cuenta que las personas se regían por las mismas costumbres que en la actualidad a la hora de visitar a los heridos y de
enterrar a los muertos y que son, se dice, las responsables de que no se haya
podido detener ésta nueva epidemia.
Mi pregunta, sin embargo, es de distinta índole. Si elaborar una vacuna era
cuestión de semanas ¿por qué precisamete ahora y no antes? ¿Por qué se asumió el
posible peligro que se ha vislumbrado como real, de dejar morir a más de 4000
personas amén de su expansión por el resto de la superficie terráquea e incluso en un
crucero, en vez de dedicarse a investigar una solución a la que es posible
llegar en un par de meses?
En definitiva: ¿Por qué ahora y
no antes? ¿Es tal vez, porque alguien – no sé quién- se beneficia de ello? ¿Tal
vez porque económicamente resulta más rentable vender diez mil, cien mil
vacunas, que vender sólo cuatro? ¿Más rentable vender diez mil
jeringuillas, diez mil guantes, diez mil trajes anti-contagio, que vender sólo
cinco?
Son preguntas que a mí me
gustaría que alguien me ayudara a resolver. Pero en vez de eso, se tranquiliza
a la población, se la tacha de histérica, se le dice que las enfermedades que
provoca su sistema de vida -cáncer, diabetes, infartos- han causado y causan
más muertes que el ébola. A los que así argumentan se les olvida que la diferencia estriba en que unas
enfermedades no son contagiosas y la otra, sí. Se les olvida que hasta hace dos
meses se nos ha repetido hasta la saciedd lo contagioso y mortal que es el virus del ébola, hasta el punto de que se ha
llegado incluso a afirmar que los enfermos morían en un noventa por ciento de
los casos. Se les olvida que se aseguró que era practicamente imposible que
llegara y ha llegado. Así pues, el miedo
de Fuenteovejuna no me asombra. Lo que me asombra es que la sociedad y su
portavoz: los medios de información, se asombren de su miedo.
Hay otro motivo por el que toda
esta historia me asombra. Constantemente se nos asusta con el calentamiento
global, con las terribles consecuencias para la supervivencia de la Tierra. Se nos
insta a actuar porque ahora – se repite una y otra vez- es el momento de
actuar. Hemos llegado tarde pero todavía, con esfuerzo, se puede resolver la
situación a nuestro favor. El éxito no es seguro pero hay que intentarlo. Todos
tenemos que colaborar. Es una tarea que pertenece a la Humanidad y que cada
generación a partir de ahora va a verse obligada en cumplir.
Para muchos, el calentamiento
global es la antesala del fin del mundo. Para otros, lo es la inversión de los
Polos magnéticos. Nuevamente escenarios apocalípticos a los que Fuenteovejuna
asiste sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. Y a ese no saber qué decir ni
qué hacer le llaman apatía, indecisión, falta de concienciación y qué se yo.
No. El miedo por el ébola no es injustificado ni histérico. El miedo por el
ébola es un miedo sensato y cabal porque es un miedo y una preocupación ante un
hecho que está ahí y al que hay que hacer frente. La enfermera
española parece ser que, gracias a Dios, se ha curado. A ella hay que agradecerle
que sospechara que se había contagiado y que se mantuviera alejada de su marido
y de sus vecinos durante el periodo de incubación. De no haber dado importancia
a sus décimas de fiebre, de haber ido saludando y dando besos a diestro y
siniestro, con el calor que hace en Madrid y con lo que a veces se suda, a esta
hora estarían enfermos unos cuantos más. Se ha afirmado que fue al médico de
familia sin revelar que había estado en contacto con un enfermo de ébola. En
vez de utilizar este dato para reprocharle subliminarmente su irresponsabilidad, debería servir para introducir un nuevo motivo de
preocupación en el tema. En efecto, lo que el silencio de la enfermera ha demostrado es que los médicos de familia no saben diagnosticar esta enfermedad. Aquél
que acuda sin sospechar que un enfermo le ha contagiado porque por ignorar
incluso ignora que esa persona estaba enferma, no será correctamente tratado. Ése, y no
el problema del silencio, es el que debería haberse reflejado en los medios de
comunicación. En vez de eso, España sigue pareciendo un patio de vecinas: “que
lo ha dicho; que no; que donde dije digo, digo Diego.”
Es la sensatez de esa enfermera la que ha impedido el contagio en masa. Y es
esa sensatez, precisamente, la que hay que agradecer.
¿Buscar culpables? Eso ya no es
hipócrita. Es cínico. Se acusa a los políticos de haber trasladado a Madrid
desde África a los misioneros. Si no lo hubieran hecho, hubieran sido, al decir
de muchos, inhumanos. Lo han hecho, y son inconscientes.
En casos como estos, si el
contagio no se extiende, al miedo se le denomina “histeria”. Y si el contagio se
extiende, se denomina a la tranquilidad “falta de precaución” e “insensatez”.
La verdad es que los adjetivos de “histeria” o “falta de precaución”, no
son adjetivos que puedan utilizarse a priori, sino únicamente cuando la
enfermedad se ha controlado o, por el contrario, cuando ésta se ha propagado en exceso.
Isabel Viñado Gascón
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