Tuesday, October 7, 2014

Una reflexión sobre la independencia catalana


Yo nací en Jaca, un pequeño enclave de los Pirineos aragoneses por el que pasa el Camino de Santiago y que se encuentra situado entre Cataluña y las antiguas “Vascongadas”, denominadas más tarde “País Vasco” y conocidas ahora como Euskadi. Debo confesar que mi carácter me acerca más a los vascos aunque históricamente tal vez tenga más lazos de unión con los catalanes. Viví en Cataluña en los tiempos en que estaba prohibido hablar catalán, a pesar de lo cual los catalanes seguían hablando en catalán. Suele afirmarse que el catalán al igual que el vasco, sólo lo hablaban las clases sociales más bajas. Esto no es cierto ni en uno ni en otro caso.

El vasco lo hablaban en los caseríos alejados de la zona industrial. Así que hablar vasco dependía sobre todo de una localización geográfica. Que los vascos decidieran convertir al idioma vasco en una reivindicación política nos resultó a los aragoneses tan anecdótico como que algunos aragoneses quisieran hacer de la fabla aragonesa un lenguaje a aprender. En “Las Vascongadas- País Vasco- Euskadi”, el vasco estaba recluído en la montañas, así que el vasco de la ciudad y de los pueblos cercanos a las ciudades lo hablaba tan poco como hablaba la fabla aragonesa el aragonés de a pie. Si el vasco, como idioma, consiguió implantarse en la enseñanza ello se debió sobre todo a la utilidad que reportaba a los independentistas para conseguir sus aspiraciones; aspiraciones que nunca existieron en Aragón. He de confesar, sin embargo,  que no sé si tal objetivo hubiera podido llegar a hacerse realidad sin la inestimable ayuda que la Iglesia Católica de Euskadi brindó a los líderes políticos. Ya conocen aquéllo de: “con la Iglesia hemos topado”. En cualquier caso, fuerza es afirmar que la sociedad vasca hubo de hacer un gran esfuerzo para aprender el vasco y que incluso al día de hoy a ningún aragonés nos pasa desapercibido que muchos de ellos, incluso los más jóvenes, incluso esos que se presentan en el extranjero como “no españoles”, utilizan el vasco en sociedad pero  vuelven al castellano-español en cuanto se creen a solas.

En lo que al catalán respecta, la clase alta sabía tanto catalán como la clase baja, entre otras cosas porque con el personal de servicio, y eso incluía a las niñeras, se hablaba catalán. Otra cosa distinta es que no estuviera bien visto hablarlo en sociedad o al menos, no en determinadas situaciones. Vuelvo a repetir: ni siquiera las prohibiciones políticas consiguieron que en Cataluña se dejara de hablar catalán. Tal vez lograron, eso sí, contener la expansión que después, con la libertad, se ha manifestado de forma tan imparable como arrolladora y que consigue atemorizar al resto de los ciudadanos “sólo españoles”.

De una forma u otra, no cabe duda que tanto el vasco en Euskadi como el catalán en Cataluña han generado discusiones que traspasan el de la independencia. Por ejemplo, el tema de la integración de aquéllos recién llegados, ya sean españoles, trabajadores extranjeros o turistas, que sólo hablan el castellano.

Es en esos momentos cuando el aragonés, socarrón por naturaleza, se acerca a los vascos y a los catalanes y les afirma con voz recia y tono tajante que a él el problema del bilingüismo se le queda corto. Ya quisiera para él tales menudencias, que en dos días las solucionaba. ¡Pues no saben los vascos y los catalanes los problemas que plantea la idiosincrasia lingüística en Aragón! ¡Eso sí que son problemas y además sin arreglo! Tantos que no vale formar trifulca alguna, concluye resignado.

Y el vasco y el catalán miran boquiabiertos al palurdo aragonés que tienen enfrente. Pero el aragonés vecino de ambos desde tiempos inmemoriables, y profundo conocedor, por tanto, de sus almas, ni se inmuta. Así que pacientementente se detiene a explicarle a esos “sabelotodos” que no ven más allá de sus narices que ellos, en Aragón,  hablan tres idiomas: la fabla aragonesa, el castellano y el chapurreao.

“¿Y ahora qué?, ¿eh? ¿Qué dicen a eso?” – pregunta satisfecho al  ver las caras boquiabiertas de los otros dos.

Bromas aparte, es importante resaltar que en cualquier conflicto que se precie suele suceder que unos cuantos se muestran firmemente resueltos a favor de una solución; otros cuantos se manifiestan absolutamente en contra de la misma y el resto de los afectados no terminan de decidirse. Curiosamente suelen ser los indecisos los que determinan la victoria de un grupo u otro. No es de extrañar, por tanto, que un asustado, casi desesperado, Cameron corriera a Escocia a convencer a esos cuyas reflexiones no les habían llevado aún a ninguna conclusión final.

En Cataluña sucede poco más o menos lo mismo. Dos grupos extremos se lanzan reproches, insultos, recurren a los hechos históricos, a las ideas e ideologías políticas y a los fantasmas de la economía para hacerse con las simpatías de los que todavía no se han decantado por una u otra solución. Lo que diferencia el tema de la independencia en Cataluña y en Escocia es el comportamiento de los gobiernos centrales.

Londres aceptó llevar a cabo un referéndum y a continuación luchó con todos los mecanismos a su alcance para conseguir que fuera su respuesta la que ganara y no la de los separatistas.

¿Se debería permitir una consulta en Cataluña? Sí. Se debería. Eso sí con un 80% de participación ciudadana y dos tercios a favor para que no cupiera duda alguna de que la sociedad catalana en su gran mayoría desea la independencia y que no se trata simplemente de una idea electoralista de un par de partidos que pretenden hacerse con el poder levantando ampollas innecesarias.

Madrid, en cambio, se niega a admitir la posibilidad de que se celebre un referéndum aludiendo a que la Constitución española no lo contempla. Este argumento, lejos de solucionar el problema lo complica.
En primer lugar, porque  indica que una reforma constitucional permitiría el nacionalismo. Con lo cual, las voces para exigir la reforma no tardarán en sonar cada vez con más fuerza.
Por otra parte la necesidad de reformar la joven Constitución en un país con una naturaleza inestable, como es la naturaleza de España, (ya explicamos esta cuestión en el blog que hablaba sobre la monarquía) resulta altamente arriesgado puesto que la reforma de un punto permitirá que determinados grupos políticos exijan que se reforme también en otros puntos. La reforma de la Constitución en un país como el nuestro entraña el peligro de la descomposición de la Constitución misma.
 Y en tercer lugar porque la excusa jurídica encubre – o trata de encubrir- la verdadera razón de la férrea negativa a consentir el referéndum sobre la independencia en Cataluña. Esto es: el miedo a que ello origine la absoluta desmembración de España. Sobre todo porque este temor no se basa en ninguna teoría conspiracionista sino en hechos reales y auténticos.

La cuestión catalana por tanto, no es sólo la cuestión catalana. La cuestión catalana es, en realidad, la pregunta por el sentido de España como nación y ello sume a todos los ciudadanos que la conforman en la obligación de reflexionar sobre el concepto “nación” y sobre el concepto “España”. 
Los ciudadanos han de decidir si ambas nociones guardan algún punto en común que permita hablar de la nación española como expresión de la voluntad de formar parte de un futuro en común o se trata más bien de términos que el devenir histórico ha transformado en incompatibles de modo que, a semejanza de lo que sucede en muchos matrimonios es imposible seguir unidos a pesar de los numerosos esfuerzos llevados a cabo para conseguirlo y por tanto hablar de nación española es aludir a un concepto vacío.

Este y no otro es el núcleo central del problema catalán y el que tantos quebraderos de cabeza y tantas emociones desata.

Se dice que después de la votación sobre la independencia llevada a cabo en Escocia nada volverá a ser como antes. De España puede afirmarse lo mismo con el agravante de que para ello ni siquiera resulta ya necesario celebrar una consulta.

No. No es el señor Mas el causante de las fisuras en la nación. Durante siglos ha intentado España por todos los medios buscar remedio a las brechas que hacían peligrar su navegar. A veces se han ocultado y otras veces se han destapado para intentar arreglarlas.
Los insultos, los enfrentamientos dialécticos, el recurso a los acontecimientos históricos como quien recurre a la autoridad escolástica, las amenazas y castigos económicos, las represalias políticas ¿servirán para solucionar un tema que traspasa las fronteras políticas? ¿no sería mejor ser valiente y aceptar una consulta sobre la independencia en Cataluña y admitir que ella es también una reflexión sobre el sentido de la nación española? ¿Va a pasar lo mismo que pasa siempre que surge un debate, o sea: desprestigiar al contrario y olvidar la cuestión principal para concentrarse en los temas sin importancia?
Hace años pasó algo parecido. Mientras los alemanes se quebraban la cabeza a todas horas y en todos los rincones: públicos y privados, cavilando cómo conseguir que los niños aprendieran más matemáticas y adquirieran un mejor dominio de su idioma fuera cual fuese su situación socioeconómica y su procedencia, en España la discusión se centró en debatir si en los colegios la enseñanza de la religión debía ser obligatoria o no obligatoria.

Algunos intentan convertir la discusión sobre la posibilidad de celebrar la consulta de independencia o en un tema jurídico, como ya hemos visto antes, o en un tema de corrupción política en Cataluña.
En mi opinión tampoco la corrupción es la cuestión fundamental a tratar. La corrupción política no tiene nada que ver con las aspiraciones independentistas de algunos grupos. La corrupción es general y afecta a todo el sistema nacional desde sus cimientos.

Con consulta o sin consulta, España tiene que enfrentarse a la cuestión de su identidad, igual que con Iglesia o sin Iglesia, con Dios o sin Dios, tiene que enfrentarse al tema de los valores vigentes.
La crisis económica, dicen, ha trastocado todo. No. No ha sido la crisis. No han sido los marcianos. Hemos sido nosotros. Ha sido Fuenteovejuna. Se sigue hablando con una retórica del siglo pasado para hablar de temas actuales y eso no únicamente en política, también en los temas sociales. Se habla de ricos y pobres, como si la injusticia social fuera la causante de todos los males. No me cabe duda que sí lo es de muchos. Pero más terrible aún que la injusticia social es la mediocridad social en la que anda sumido el país en las tertulias, ya sean del corazón o políticas. El esquema es siempre el mismo: gritos, descalificación y falta de argumentos. Ni siquiera cuando se dan argumentos son argumentos fiables, sino manipulados y manipuladores. El triunfo de las apariencias y de la picaresca han llevado a las mazmorras al sentido común y al deseo de superación. Allí trabajan,  como Johannes Kepler en sus últimos años, los héroes españoles que sueñan con una España distinta.

¿La corrupción? ¿Hace falta decir quién es? La corrupción es hija de la picaresca y de la mediocridad. Los políticos son corruptos, sí. Pero no hay que olvidar que los políticos son los representantes elegidos del pueblo. Ya va siendo hora de que Fuenteovejuna empiece a entonar el mea culpa si quiere arreglar la situación y comprenda que la naturaleza de la sociedad no es maniqueísta y que por tanto no puede dividirse en conceptos tan simples y al mismo tiempo tan complejos como son “rico y pobre”, “políticos y pueblo”.

Es importante obligarse a debatir racionalmente incluso sobre temas en los que la emoción juega un papel especialmente relevante. Es importante hacerlo con argumentos y no con insultos ni con el silencio malsano que cuece en los sótanos lo que debería cocer en la cocina, que es, en resumidas cuentas, lo que se ha venido haciendo hasta ahora. A nadie sensato se le escapa que los vascos observan los movimientos de ambas partes para actuar en consecuencia. No son los únicos. Otras autonomías están también ojo avizor. Lo sabemos.

Al día de hoy no parece que la solución vaya a fraguarse en la herrería de la razón. Se ha perdido el deseo de llegar a la verdad y sólo cuenta ganar, da igual cómo. Tampoco se encontrará en la herrería de las emociones, enturbiadas por las ambiciones de poder que ciegan al corazón. Lamento que mis conclusiones sean tan poco optimistas. La socarronería aragonesa suele tornarse en pesimismo goyesco.

¿Qué hacer?

Lo dijo Machado:  “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón.”

Isabel Viñado Gascón

 

 

 

 

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