Llueve. Mis geranios rojos lo
agradecen. Mi estado de ánimo no tanto. Aunque para ser sincera, he de
reconocer que hay días en los que el tiempo resulta indiferente. Días en los que uno está
melancólico haya o no haya sol. Y lo peor no es que esté melancólico; lo peor
es que uno se siente cómodo en esa melancolía y no hace ningún esfuerzo por
salir de ella; mira por la ventana indiferente a lo que afuera sucede; la
visión de los trabajadores cargando y descargando bultos de sus furgonetas le
desagrada profundamente. Un mundo silencioso y vacío es lo que el melancólico
desearía en realidad. Se sirve un café con desgana y con desgana, también, se
toma la píldora diaria que le permite combatir dicho malestar espiritual y
reintegrarse en el mundanal ruido. La píldora se llama Sinfonía número 44 “Fúnebre”
y el farmaceútico que la ha creado es mi farmaceútico de confianza: Haydn.
Después de escuchar una música como ésa que por muy “Fúnebre” que se llame es
la melodía más esperanzadora que conozco, pelillos a la mar, y el día – con o
sin lluvia, con o sin sol- se torna armónico y equilibrado. Ni siquiera los periódicos,
con su falta de noticias interesantes y análisis profundos, consiguen alterarlo.
¡Ah! Mi buen Haydn ¿Que haría yo sin tí?
Los griegos siguen escribiendo la
tragedia de los Nuevos Tiempos, una tragedia de la que seguirán hablando – de eso
no me cabe ninguna duda- los siglos venideros, igual que nosotros seguimos
hablando de las antiguas tragedias. Y es que es trágico que en tiempos en los
que tanto se pronuncia la palabra “solidaridad” sean precisamente los países
más endeudados – Portugal, Irlanda y España – los más severos con una Grecia
que ya no se llama Grecia sino Ofelia. A mí siempre me ha parecido una soberana
estupidez morir de amor. De amor no se muere; de amor, se vive. El amor ha de
ser o un remedio contra las penas de este mundo o contra su aburrimiento. La
muerte no es un remedio, es un final y encima sumamente aburrido. Sin embargo,
las Ofelias de este mundo vagabundean sin rumbo en busca de un Hamlet que lo
único que sabe hacer es gritar al viento su miseria porque siente una terrible
lástima por sí mismo y su destino, hasta el punto de que es incapaz de
comprender cuán cruel y cuán inhumana puede llegar a resultar dicha
autocompasión. No es que sea improductiva: es que a causa de ella termina
muriendo media humanidad. Hamlet blande la espada pero su indecisión, su
incomprensible afición a deshojar margaritas,
le impide alcanzar a los verdaderos culpables.
¿Y qué hacen estos mientras
tanto?
¡Obligarle a recaudar impuestos,
claro!
¡Faltaría más!
“Te quiero”, “me quiere”, “te
quiere”, “os quiero”, “nos quiere” – se escucha susurrar.
-“¿Estamos en algún programa del
corazón?” – pregunto asombrada.
- “¡No me seas ingenua!” – me recrimina
la voz de mi conciencia.
“Estamos en el Edificio de la
Recaudación más importante de los últimos tiempos” – indica satisfecha de sí
misma.
“Esta voz de la conciencia, cada
día más orgullosa” , pienso. Pero lo pienso en voz baja, para que no me escuche,
no vaya a ser que se enfade. Aplacar la ira de una conciencia enojada es
siempre tarea difícil...
¡Ah! Gran tema ése de la política
y los impuestos – le digo. La mayoría de los ciudadanos odia tener que pagarlos
tanto como los gobiernos aman recaudarlos. A los primeros cualquier cantidad
les parece mucho y a los otros nada les resulta suficiente. Desde el punto de
vista histórico constituye, sin duda alguna, uno de los mayores motivos de discordia entre
ambos grupos; hasta el punto de que muchas veces termina generando grandes
fracturas, cuando no rebeliones, dentro de las comunidades humanas. El problema
se acentúa en progresión proporcional a la complejidad de la organización social
– obviemos la cuestión, en temas
monetarios siempre subjetiva, por muy objetiva que los cálculos matemáticos la
presenten, de si dicha proporción es aritmética o geométrica.
Los impuestos han sido muchos y
variados: directos, indirectos, en forma de donaciones más o menos voluntarias
y sanciones económicas; en este sentido, los botines de guerra – esclavos y esclavas
incluidos - no pueden ser considerados más que como otro tipo de impuestos: el
que ha de pagar el derrotado al vencedor. No creo pecar de exagerada si afirmo
que la gran lucha de la humanidad ha sido la de los impuestos.
En la época moderna los dos
grupos en litigio: ciudadanos y gobernantes, parecieron haber llegado a un
acuerdo. Ello obedeció esencialmente a dos razones. En primer lugar, a la
consolidación del régimen democrático que obligaba a los gobiernos a aprobar
los Presupuestos de la Nación ante sus respectivos Parlamentos; en segundo
lugar, a la constitución del Estado del Bienestar, que llevó a creer a los
bienintencionados ciudadanos que entre todos juntos construirían la nación y
que finalmente los tributos iban a destinarse a los servicios públicos:
sanidad, educación, justicia, infraestructura...
“Hacienda somos todos” – repetía la
famosa frase de la Transición. Lamentablemete aquélla frase fue malinterpretada;
malinterpretada no sólo dentro de nuestras fronteras: en Europa entera – por no
decir, en el mundo occidental.
“Hacienda somos todos” se
transformó en "Fuenteovejuna". “Hacienda somos todos” implicaba “somos todos” a
la hora de recaudar y de gastar. Lo público se hizo privado y lo privado se
hizo público. Ustedes mismos pueden imaginarse cuándo era lo uno y cuándo lo
otro. Que unas cuantas orgías vacían las arcas, no importa: - “¡La tiranía del
oro ha muerto. Viva la libertad! Se fabrica más dinero y ya está. Asunto
arreglado”. - “¿Inflación? ¡Viva la inflación!” –“¡Hace falta otro carro más de
billetes!”. –“¡No: primero hace falta fabricar otro carro!” –“¡Viva la
producción en cadena!” -“¡Más madera!” – grita Marx. (Groucho, no Karl, aunque
lo mismo podría haber sido.)
Al vecino del segundo tales
desmanejes no le gustan. Sus negocios no marchan nada bien con tanto barullo.
Demasiado ruido, a él que lo que le gusta es la tranquilidad...
Así que llama a la puerta de
Fuenteovejuna. Desairado le reprocha el ruido de sus fiestas y el desorden de
su casa. Un tanto mareada, Fuenteovejuna se disculpa. El vecino del segundo
afirma contundente que las cosas no pueden seguir así; Fuenteovejuna debe disciplinarse
y él mismo se ofrece a ayudarla - “Te quiero” “Me quiere” “Os quiero” “Nos
quiere” - El vecino del segundo viste
siempre pulcro y bien aseado, sonrisa franca, modales distinguidos.
Fuenteovejuna se siente fascinada ante su presencia. El vecino del segundo se
ofrece a solucionar sus problemas económicos a base de controlarlos él mismo. Antes
de que el que le ha abierto la puerta pueda pensarlo, el vecino del segundo ha
dejado caer en sus manos un sustancioso cheque. Y antes de que el vecino del
segundo llegue abra la puerta de su vivienda, Fuenteovejuna le comunica que ha
decidido someterse a una terapia de disciplina económica.
¿En qué consiste esa terapia?
El vecino del segundo le concede
a Fuenteovejuna un crédito que Fuenteovejuna se obliga a devolver con
intereses. Para no perder dinero, Fuenteovejuna se obliga a mantener un
presupuesto que no sobrepase sus posibilidades. Ello evita la inflación y
controla el gasto.
Hacienda somos todos.
Fuenteovejuna somos todos. Fuenteovejuna se hace Estado y el Estado se hace
privado.
El único que no tiene que
preocuparse de vivir de acuerdo con sus posibilidades es el vecino del segundo,
porque sus posibilidades son, sencillamente, infinitas. Como los gastos de
Fuenteovejuna no dejan de superar sus ingresos, se ve obligada una y otra vez a
recurrir al crédito. A Fuenteovejuna las deudas le ahogan y al vecino del
segundo le ahogan los beneficios, pero como sabe nadar, no sólo nada en ellos
sino que además incluso le propone nuevos negocios a Fuenteovejuna, que
aumentan, claro, su deuda.
Fuenteovejuna, siempre alegre,
alegre siempre, prosigue sus fiestas. Fuenteovejuna, siempre generosa, generosa
siempre, da aquí y allá, sin detenerse a pensar mucho tiempo qué es “el aquí” y
qué es “el allá”. Hasta que el vecino del segundo, que ha notado que
ultimamente no nada en dinero sino en pagarés al portador y que aquéllo de “a
río revuelto, ganancia de pescadores” sólo es cierto cuando hay peces en el río
y no cuando hay plástico, coge sus pagarés y los porta al deudor que,
consternado, no encuentra gran cosa en sus agujereados bolsillos.
Es en ese momento, precisamente
en ese momento, cuando se alza el telón y el espectador asiste al estreno de
una nueva tragedia. Es una tragedia moderna; por eso, tal vez, la puesta en
escena es experimental y el espectador ha sido integrado en el guión formando
parte del coro.
El telón se levanta.
El espectador carraspea para
aclarar su voz.
¡Pobre! - murmura mi conciencia - Piensa que su texto es
libre.
¡Pobre! -murmura mi conciencia - Piensa que va a recitar
más de lo que recitará.
¡Pobre! - le digo - Piensa que los falsos
profetas están muertos...
¡Ah! - suspiro- Ese erróneo laicismo suyo...
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