Hace un par de semanas, en uno de
mis habituales recorridos por el parque, escuché los gritos de auxilio que un pato lanzaba desde
el lago. Un cisne lo estaba persiguiendo y le atacaba sin
piedad. Lo que más me llamó la atención es que ambos - pato y cisne - estaban solos, cuando lo habitual es ver deslizarse tranquila y armoniosamente a las familias de patos que allí habitan.
Ese día, sin embargo, no había más pato que el atacado ni más cisne que el
atacante. Lo peor de todo es que si alguien me hubiera dicho que la pretensión
del cisne era violar al pobre pato, lo hubiera creído. Según se dice, no sería el primer caso
en la naturaleza.
Y ayer mismo fui testigo sin pretenderlo del lamentable espectáculo que ofrecían dos palomas empeñadas en matarse en las ramas del árbol que colgaban sobre mi cabeza. La lucha era tan
terrible que por unos momentos temí que el cadáver de una de ellas terminara
cayendo a mis pies. La causa de tal enzarzamiento era una de las ramas. Ambas pretendían descansar en ella, así que trataban de resolver a fuerza de golpes de alas y picotazos cuál de ellas permanecía
en la rama y cuál la abandonaba.
Asistir, aunque sea de manera casual, a estas
disputas de animales, tan parecidas a las de los hombres, me preocupa. Cuando se tiene una
idea idílica de la Naturaleza como la que se nos ha venido inculcando,
resulta sorprendente, (por lo menos eso), observar las similitudes entre el mundo
animal y el mundo humano.
Habida cuenta de lo que he visto en los últimos tiempos ya
no sé si es el hombre el que cada vez más se parece a las bestias o las bestias
las que con cada vez más frecuencia se asemejan a los humanos. Lo reconozco:
hay momentos en los que resulta imposible trazar una linea divisioria entre
ambos espacios, especialmente cuando los individuos se mueven desnudos delante
de las cámaras y ante miles de espectadores sin ningún tipo de pudor mientras
los perros salen a pasear envueltos en ropa hasta las orejas. Es entonces
cuando me asalta la sospecha de que estamos regresando a ese estadio en el que
hombres y animales forman un único grupo.
“¿Habremos regresado al Paraíso?”
– pregunto consternada.
“¡De ningún modo!” – grita mi
conciencia, enojada ante mi ingenuidad.
“Ya estamos en él”- concluye victoriosa.
El Paraíso en el que estamos
tiene nombre de mujer: se llama Europa. Penetrar sus muros es difícil aunque no
imposible. Por eso tal vez muchos están dispuestos a correr el riesgo que entraña
el intentarlo. Setecientas personas acaban de morir sin haber conseguido su
objetivo. No son las primeras. Tampoco serán las últimas.
¿Y qué hace Europa mientras
tanto?
Ya lo hemos dicho otras veces:
jugar a ser Hamlet.
¿Hasta cuándo?
Hasta que los dioses decidan. Al
fin y al cabo, Hamlet es cosa de tragedias y además, recordémoslo, estamos en
el Paraíso.
Setecientas personas han muerto. Diez mil han llegado a las costas de
Italia, dicen los italianos. Europa deshoja margaritas.
Es primavera.
El sol brilla en el horizonte.
Las sirenas de Europa entonan su canto dulce y eterno:
“Te quiero..., te quiere...”
En un mundo global hay sitio para todos.
“Te quiero..., te quiere...”
Tengo la terrible impresión de que al hombre europeo no le va a quedar más
remedio que comer nuevamente del fruto del árbol del bien y del mal y aceptar
por segunda vez su fatal destino: o sale del Paraíso o empieza a disparar cañones
a todo aquél que se acerque.
Por el momento, Europa prefiere dedicarse a las representaciones bucólicas.
Lástima que los campos estén teñidos de rojo...
Isabel Viñado Gascón
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