Friday, May 8, 2015

Begoña Perez

El teléfono suena. Es Jorge. Ayer llamó un par de veces pero fue imposible localizarme. “Es que no estaba en casa.”- le explico -. “Hay días en los que el dolor de ojos es insoportable y no me queda más remedio que salir”. “¿A comprar algun calmante?” – pregunta convencido de que la respuesta sólo puede ser afirmativa.“No.” – Le contestó socarrona – “A distraer a mi dolor. No sabes lo pesado que se pone cuando lo dejo en casa.”

Jorge está preocupado. Los litigios entre familias crecen y aumentan. “Y no creas”, dice, “No son los hijos los más dispuestos a ir a los tribunales. Los más crueles son los padres, insuflados en su soberbia por vecinos y parientes. No te puedes ni imaginar la cantidad de progenitores dispuestos a amedentrar,a humillar e incluso a difamar a los hijos que no se avienen a sus gustos y deseos. Uno de los últimos, acontecido hace un par de meses, es el de una pobre chica, divorciada, con hijos y con un trabajo inestable, a la que sus propios padres no tuvieron ningún inconveniente para echarla del piso en que vivía, piso que les pertenecía además de tener otros cuatro más. Si eso lo llega a hacer un hijo con un padre lo decapitan. Pero aquí, en este país todavía seguimos creyendo que “no hay nada como el amor de madre” y justamente por ese motivo, la mayoría está convencida de que si los padres lo hacen “por algo lo harán” y que como la ley les da la razón, seguro que la hija es culpable. Los pobres insensatos ignoran que la ley no les ha dado la razón, sólo ha ratificado el derecho de propiedad que los padres poseen sobre ese piso y que lo han hecho valer ante un “okupa”, por mucho que ese “okupa” sea su propia hija.

“Sí”, digo en tono irónico, “los hijos siempre son los malos”.

 Y me acuerdo de mi pobre amiga Ifigenia, que tuvo que cortar el contacto con su familia cuando las falsedades, las difamaciones y las deformaciones de su persona llegaron a un punto sin retorno. Ese punto en el que cualquier esfuerzo por impedirlas hubiera sido vano porque debido a su deber y amor de hija, Ifigenia consintió en forma de silencio que fueran sembradas durante años y que  han dado una cosecha que la víctima ha decidido finalmente que en absoluto está dispuesto a comerse, ni tan siquiera tragar. 
Ese punto en el que el dolor que su alma siente es mayor que el sentimiento de culpabilidad que le han inculcado por no conformarse sólo con existir, también querer ser.

Isabel Viñado Gascón




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