La mayoría de los comentaristas económicos están convencidos de que la
solución mágica para salir de la crisis global reside en el aumento de la
productividad.
Y yo, como de costumbre, me asombro.
Me asombro de que haya tan pocas voces que se levanten en contra de esta
idea.
Me asombro de que tantos que se declaran a sí mismos escépticos radicales,
se muestren dispuestos a aceptarla como premisa directora no sólo en el ámbito
económico, también en el moral e incluso en el existencial; de que tantos
amantes del hedonismo y del Estado de bienestar adopten la productividad como modelo de vida
a seguir. De repente, no sólo las empresas han de ser productivas, no sólo las
máquinas, no sólo los trabajadores: también los ancianitos, también las
ancianitas, han de ser productivos si quieren vivir más. Productividad como
fuente de vida, productividad como fuente de eterna juventud...
Y una, que soy yo, se asombra de que nadie, absolutamente nadie se pregunte
en qué consiste ese brebaje mágico que al parecer ha de digerir la sociedad si
quiere sobrevivir; que nadie, en tiempos en los que las empresas de
alimentación están obligadas a especificar cada uno de los ingredientes que
componen los productos que lanzan al mercado, exija, en cambio, conocer el
contenido de tal brebaje; que ni siquiera esos pacientes a los cuales los
médicos temen tanto no sólo por su profundo conocimiento de la medicina sino
por la cohorte de abogados que llevan en el bolsillo cuando acuden a su
consulta, pidan que se les aclare los efectos secundarios y beban sin rechistar
la pócima de la productividad.
Y sobre todo, lo que más me asombra, a qué negarlo, es que en tiempos en
los que no se habla más que de austeridad, sólo unos pocos – los pesados, los
“aguafiestas”, los conspirativos, los que “nunca se enteran de nada”- pregunten
cómo puede ser posible combinar ambos componentes en un mismo fármaco, por muy
mágico que éste sea; que sólo unos pocos muevan la cabeza pensativos y
farfullen entre dientes que de la combinación de ahorro y productividad
difícilmente pueden surgir buenos resultados.
Creo que ya lo he dicho alguna vez. El asombro tiene efectos muy
diferentes: a veces nos impulsa a la ira, otras a la risa, algunas a la
reflexión y otras al encogimiento de hombros para seguidamente pasar a
ocuparnos de temas más comprensibles. En este caso, me lanza a ir de tiendas o,
como ahora se dice, a ir de shopping. Entro en una tienda de ropa de ésas que
se llaman “low cost” y, como de costumbre, empiezo a marearme. Es cierto que
sufro de alergia a los comercios y que eso de sublimar las frustraciones a
través del consumo pocas veces me ha dado resultado, pero el mareo de hoy es
más acentuado que en otras ocasiones y he de sujetarme rápidamente al primer
sostén que encuentro para no caerme. Abro los ojos con cuidado.
Ahora entiendo la razón de mi desfallecimiento: la tienda está llena de
ropa.
Sí, ya sé. En una tienda de ropa es normal que haya ropa.
Pero lo que me desconcierta, lo que me aturde, es que haya ¡tanta ropa!
Tres o cuatro plantas en las cuales se acumula un número indeterminado y
posiblemente indeterminable, de vestimentas; ropa hacinada aquí y allá que hace
imposible moverse con soltura: no sólo resulta complicado detenerse a examinar
las prendas, es que además hay que ir sorteando cuidadosamente la multitud de
percheros con ruedas en los que hay,- más que colgados, apretujados, casi comprimidos -,
cientos de colgadores con ropa, que obstaculizan el paso por los ya de por sí
angostos pasillos. Hace calor. La ventilación es escasa. Ante el miedo a sufrir
un nuevo desvanecimiento, me dirijo a la salida .
Una conocida me saluda sonriente y me muestra orgullosa sus adquisiciones.
Con muy poco dinero ha conseguido renovar todo su armario. “El día ha sido
sumamente productivo”, afirma convencida. Le expreso mi admiración, sobre todo
por haber sido capaz de encontrar lo que deseaba en un lugar como aquél.
Salgo. Voy a una tienda un poco más cara. También allí se amontona la ropa
pero los pasillos son más anchos y el aire acondicionado funciona
satisfactoriamente. En la tercera tienda, los precios son tres veces superiores
a los de la primera tienda. En la cuarta, lo que exige sentarse no es el
amontonamiento de ropa: son los precios y la implacable persecución a la que
las vendedoras someten al cliente.
Una cosa tienen todos los establecimientos en común: el estilo es el mismo,
las telas empleadas son las mismas o sumamente parecidas. Este año imperan los
pantalones vaqueros rotos, la ropa neo hippy, las camisetas de algodón mal
cortadas y mal cosidas que, francamente, dudo que sobrevivan a los tres meses
de verano. Luego, claro, están los sub estilos: rock, pinky, piji, hipster...
para aquéllos grupos que pretenden ser diferentes pero que, en cualquier modo,
siguen igualmente unas determinadas pautas a la hora de vestir. En definitiva:
variar, varía el precio: los demás factores permanecen constantes. Así pues, la
productividad en el área de la costura no ha significado la ruptura con la moda
directiva, ni con los estilos y estilismos. Simplemente ha incrementado el
número de prendas y este incremento ha propiciado la disminución de la calidad
de las mismas.
Voy a un supermercado. Decenas de marcas con los mismos productos a los
cuales les une un gusto idéntico: el de los intensificadores de sabor. Frutas y
verduras traídas desde los más remotos puntos del planeta, maduradas antes de tiempo, conservadas en cámaras frigoríficas e insípidas al paladar. Entro en una librería. Los libros
atiborran las estanterías. Una gran productividad literaria, en efecto. Pero ¿una mayor
calidad? Novelas históricas, novelas románticas, estudios de marketing,
estudios de psicología, todos ellos voluminosos tochos escritos deprisa y
corriendo para no perder el momento comercial en el que deben aparecer a fin de proporcionar los mayores beneficios posibles. Se escribe más, posiblemente
incluso también se lee más. ¿Se escribe y se lee atendiendo a la calidad?
A la salida, un vistoso escaparate adornado con composiciones flores, me invita a penetrar en una floristería. Las diferentes variedades de flores que no huelen absolutamente a nada iluminan y colorean la estancia. Compro un par de rosas con aroma a ambientador. En la zapatería de al lado se amontonan zapatos todos de forma y estilo parecidos, confeccionados a base de plástico y materiales de baja calidad. Encuentro a una conocida; es licenciada en química: le cuento mis pesares. “No sé de qué te extrañas, responde burlona,- también en la ciencia, la productividad se concentra en un par de campos de investigación: los más populistas, los más rentables. En química, por ejemplo, o te dedicas a la bioquímica o puedes olvidarte de encontrar un trabajo interesante. Hace unos años, en cambio, era la petroquímica.”
A la salida, un vistoso escaparate adornado con composiciones flores, me invita a penetrar en una floristería. Las diferentes variedades de flores que no huelen absolutamente a nada iluminan y colorean la estancia. Compro un par de rosas con aroma a ambientador. En la zapatería de al lado se amontonan zapatos todos de forma y estilo parecidos, confeccionados a base de plástico y materiales de baja calidad. Encuentro a una conocida; es licenciada en química: le cuento mis pesares. “No sé de qué te extrañas, responde burlona,- también en la ciencia, la productividad se concentra en un par de campos de investigación: los más populistas, los más rentables. En química, por ejemplo, o te dedicas a la bioquímica o puedes olvidarte de encontrar un trabajo interesante. Hace unos años, en cambio, era la petroquímica.”
Llego a casa y extenuada me dejo caer en el sillón durante unos minutos.
Luego me dirijo a la cocina y me preparo un café. Miro a través de la ventana.
Los rosales del jardín tienen este año más capullos que el anterior. Los
contemplo con cierta desasosiego. ¿Serán tan bellos como los de la primavera pasada? Me vuelvo a mi taza: una taza antigua de porcelana que una amiga ya anciana me regaló. Una bella taza, de las que ya no se fabrican...
Lo que en nuestros días caracteriza a la productividad es el aumento de los artículos comerciales fabricados por medio de la producción en cadena, en un desesperado intento de las empresas por aumentar sus beneficios. Esto no tiene nada que ver ni con la pluralidad ni con la originalidad y mucho menos, por supuesto, con la calidad.
Por consiguiente, y aunque algunos no dejen de repetirlo hasta la saciedad, el aumento de productividad no determina un aumento de la calidad, ni en el plano material ni en el intelectual; tampoco significa un aumento de la pluralidad y mucho menos de originalidad. Lo que una y otra vez se nos presenta son simples variaciones del mismo tema; variaciones que cambian tan frecuentemente que no queda espacio para desarrollar la inventiva ni la imaginación. En la actualidad, los modistos más innovadores, los floristas y agricultores más perfeccionistas, los escritores y los pintores más originales, permanecen ajenos al circuito de la productividad y viven, hoy como ayer, refugiados en sus cuarteles de trabajo, ajenos a las pretensiones del gran público y de las grandes empresas, malviviendo seguramente en un cuartucho a medio amueblar y pensando cómo es posible que no encuentren ni un sólo cliente, habiendo tantos como hay... Y al final, una de dos, o abandonan sus trabajos para no morirse de hambre o siguen adelante con sus ideas, soportando las sonrisas de conmiseración de sus amigos y conocidos, que precisamente por ser de conocidos y amigos, son siempre las peores, las que más duelen...
Lo que en nuestros días caracteriza a la productividad es el aumento de los artículos comerciales fabricados por medio de la producción en cadena, en un desesperado intento de las empresas por aumentar sus beneficios. Esto no tiene nada que ver ni con la pluralidad ni con la originalidad y mucho menos, por supuesto, con la calidad.
Por consiguiente, y aunque algunos no dejen de repetirlo hasta la saciedad, el aumento de productividad no determina un aumento de la calidad, ni en el plano material ni en el intelectual; tampoco significa un aumento de la pluralidad y mucho menos de originalidad. Lo que una y otra vez se nos presenta son simples variaciones del mismo tema; variaciones que cambian tan frecuentemente que no queda espacio para desarrollar la inventiva ni la imaginación. En la actualidad, los modistos más innovadores, los floristas y agricultores más perfeccionistas, los escritores y los pintores más originales, permanecen ajenos al circuito de la productividad y viven, hoy como ayer, refugiados en sus cuarteles de trabajo, ajenos a las pretensiones del gran público y de las grandes empresas, malviviendo seguramente en un cuartucho a medio amueblar y pensando cómo es posible que no encuentren ni un sólo cliente, habiendo tantos como hay... Y al final, una de dos, o abandonan sus trabajos para no morirse de hambre o siguen adelante con sus ideas, soportando las sonrisas de conmiseración de sus amigos y conocidos, que precisamente por ser de conocidos y amigos, son siempre las peores, las que más duelen...
El otro tema que nos preocupaba consistía en cómo era posible combinar la austeridad con el aumento de productividad, cómo compaginar el precepto de la moderación en el gasto, que es en suma lo que el concepto de “austeridad” determina, con el consumismo exigido por dicho incremento de la productividad.
Ciertamente es difícil, por no decir imposible. Sin embargo, existe un punto en el que
tal interrelación es factible: ése en el que la disminución del precio de la
mercancía – debido al aumento de la productividad y a la menor calidad de los
materiales utilizados para su confección – posibilitan al comprador la
adquisición de tres pares de zapatos, por poner un ejemplo, cuando antes
compraba solamente uno.
Es justamente en este punto donde se sitúa el consumismo que actualmente padecemos y digo “padecemos”,
porque se trata de un consumismo febril de baja calidad, de baja originalidad, de baja
personalidad. Por mucho que nos afanemos en afirmar que las prendas que
lucimos, las cafeterías a las que acudimos, los libros que leemos, revelan nuestro
carácter individual, lo cierto es que todos, - con excepción de unos pocos,
cada vez más minoritarios, - lucimos prendas salidas de la factoría de la
productividad: cuanto más, mejor. Y como además de lo que se trata es que los
artículos –sean del tipo que sean, incluso los intelectuales- no se queden sin
vender, se potencia el marketing, la uniformidad se convierte en “trend topic”
y se hace de lo igual, el puente de comunicación social: “No te
quedes atrás, ¡únete a la moda!”, es el lema.
La austeridad y el aumento de productividad, se juntan de la mano y se van
a pasear, ahora sin dinero en efectivo. Se impone el pago con tarjeta. Ya lo
hemos dicho: el sheriff de Notting Hill necesita llenar las vacías arcas del
condado y el pobre, se pasa el día y la noche pensando en nuevos métodos para
conseguirlo. Hay que reconocer que la inventiva no le falta. Se trata, explica,
de luchar contra la corrupción. Loable causa, desde luego. Sin embargo, algunos
periódicos se muestran contrarios a tal idea y sacan el estandarte de la
libertad. A mí las palabras tan grandes me causan cada día más espanto, por eso
prefiero ondear la bandera del “dejadme en paz”. Con eso me conformo.
En cualquier caso, me asombra que el sheriff de Notting Hill haya pasado
por alto tres cuestiones que la retirada del dinero en metálico conlleva: la
primera es que aunque el pago con tarjeta combata la economía sumergida, ello
ayudará a incrementar, sin duda alguna, la productividad de los hackeadores. En
segundo lugar, es que los parados y desterrados de la sociedad no disponen de
una cuenta bancaria puesto que los gastos que le originan sobrepasan los
mínimos ingresos con los que sobreviven. La introducción de alguna medida
dispuesta para solucionar este problema acarrearía nuevos costes adicionales,
que, a no ser que alguna empresa se beneficie de esto, no sé si realmente
merece la pena y la tercera cuestión es la de la caridad – por llamarla de alguna
manera- hacia los mendigos callejeros. A no ser, claro, que los viandantes se
muestren austeros en su generosidad y los buenos hackeadores “robinhoodianos”
decidan dedicarse a solucionar la vida de dichos menesterosos, si Hacienda les
desgrava...
Sólo faltaba la amenaza de subida de los intereses, lo que sin duda
aumentará los beneficios de unos y la
austeridad de otros.
En conclusión: austeridad en todas las esferas y aumento de la
productividad en todos los ámbitos.
Nuevamente el Todo en el Uno y el Uno en el Todo.
¿Qué esperaban?
Isabel Viñado Gascón
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