Tuesday, May 5, 2015

La tiranía del viejo no es la tiranía de la vejez.

Muchos de mis conocidos se resisten a utilizar el término “envejecer”. No me extraña. En épocas como la nuestra, carente de Principios Primeros que la sustenten, el ideal de la “eterna juventud” emerge imperante y no hay muchos que se le resistan. Yo, lo confieso, soy una de esos pocas a las que el “envejecer” no les supone ninguna molestia y se sienten orgullosas de sus canas, no tanto por el color como por lo que significan.

¡Oh! No me malinterpreten. Nada más lejos de mi intención que sentarme debajo de un árbol a esperar el sueño eterno. Tampoco es mi deseo.  A lo que me refiero es que ese “envejecer” al que tantos se oponen, forma, se quiera admitir o no, parte de la vida y esto, lejos de parecerme el recorrido que lleva al condenado hasta el patíbulo, se me antoja un camino en el que los sentidos maduran, los hechos cobran un sentido y lo que no pudimos o no quisimos hacer se torna en pesada carga que sólo la sabiduría que hemos acumulado a lo largo del tiempo consigue aligerar. 
El “envejecer” es, pues, actividad y camino. Uno no se despierta un buen día siendo viejo, igual que uno no se despierta y se descubre hombre.

El problema de esa empecinada negativa a envejecer es que uno hace el camino sin detenerse a pensar en él, sin ni tan siquiera quererlo. De repente nos encontramos igual que los atletas que no se han preparado para la carrera: nerviosos, temblando de miedo y buscando más culpables de los que ya existen. La carrera pierde interés y el espectador, desde su eterno sillón, contempla incrédulo una sucesión de corredores azorados; pero como el espectador no es hombre de paciencia, coge el mando y, ¡zas!, cambia de canal.

La cuestión, sin embargo, no es baladí. Cualquier sociedad que se precie necesita de la inocencia de la niñez, del ímpetu de la juventud, del hacer del hombre maduro y de la reflexión del viejo. Pero hoy en día descubrimos que la mayoría se afana en aparentar los veinte cuando tiene trece y en quedarse en los veinte a partir de los cuarenta. Nos faltan los niños que son niños. Nos falta el silencio atento e inquisitivo de la infancia y nos sobran seres asombrosos que tienen siete años pero que, para regocijo de sus padres, y consternación nuestra, parecen razonar como si tuvieran veinte porque hablan como si de verdad tuvieran veinte, aunque luego comprendamos que han aprendido sus frases en Dios sabe qué programas. Nos falta la prudencia del hombre maduro y nos sobran los gritos de los hombres maduros - que gritan del mismo modo en que gritan los jóvenes adolescentes a los que la emoción embarga cuando experimentan  el cambio de voz - , simplemente porque así se imaginan que serán más escuchados y al observar que los hombres prudentes abandonan la escena se creen más fuertes. Fuertes sí, pero necios también. Y nos falta, por último, la reflexión y la serenidad de aquéllos cuyo cuerpo ha perdido en agilidad lo que ha acumulado en experiencia y saber, a fuerza de caer, levantarse, caer y vuelta a ponerse en pie. Nos falta, en suma, el consejo de aquéllos que conocen el camino y saben dónde se encuentran los obstáculos y cómo pueden ser salvados.

Y esto último se debe, seguramente, a que tenemos un excedente de frases publicitarias que nos explican cómo evitar ser viejos pero que no nos revelan cómo podemos envejecer y dónde están los viejos que nos esperan al final del camino, sonrientes y amables, con la sonrisa y amabilidad del hombre sabio.

Sin embargo la vejez – con permiso de la vida – llega inexorablemente y uno – quiera o no quiera – ha de enfrentarse a ese momento. ¿Cómo? Muchos ancianos siguen manteniéndose anclados en esa eterna adolescencia y hacen lo de siempre: preocuparse por las arrugas de la cara, más que por las arrugas del alma.Y así, lo único que escuchamos de ellos son las mismas frases hechas, las mismas frases rebuscadas de los eternos adolescentes pedantes, que repiten lo que mejor les suena, sin haberlo meditado previamente; ancianos que copian los gritos y peleas de los eternos jóvenes adolescentes que tantean el alcance de su poder; ancianas que siguen contorneando las caderas y riéndose con las risas nerviosas de las jóvenes, cual eternas adolescentes conscientes de su belleza fresca y espléndida. ; otros optan por lanzarse a hacer aquéllo que nunca hicieron, deportes extremos incluidos, como si la vida (y no la muerte) les fuera en ello; hay quienes se convierten en misántropos que gimen aislados y a solas sobre su suerte. Y hay por último algunos ancianos que confunden experiencia con triquiñuelas, sabiduría con manipulación, y exigen que la sociedad aguante sus caprichos, que acepte como válidos todos sus actos y sus aseveraciones - aunque sean erróneeas, aunque sean mentiras - amparándose en su edad.

Esos viejos confunden el respeto nacido del cariño que los hijos les profesan, con el ejercio despótico del Poder. Sus exigencias se vuelven cada vez más tiranas, más inadmisibles. Esos viejos se aferran al Poder por el Poder mismo, como si el Poder fuera un bastón que les permitiera golpear a diestra y siniestra a su antojo. Cuando observan que la construcción de ese edificio llamado familia, sociedad, mundo, prosigue sin ellos, y además prosigue con éxito, prefieren dedicar las fuerzas que les restan a aniquilar, a criticar y a destruir lo que el hombre prudente acaba de lograr, antes que animar a las nuevas generaciones con su conocimiento, su conversación y su consejo.
Lejos de sentir la alegría que siente el anciano agotado por su trabajo y envejecido con sabiduría, les invade la envidia ante las nuevas voces que apagan las suyas. Se afanan por ser patriarcas y en realidad, son sólo tiranos.

No conozco al padre de Marie Le Pen. Ignoro dentro a qué tipo de viejo – sabio o tirano- pertenece. Pese a todo, su elevada edad no puede convertirse en una justificación para obligar admitir sin rechistar sus palabras y sus opiniones. Aunque no simpatizo en absoluto con las ideas políticas de Marie Le Pen, tengo que darle la razón al haber actuado como lo ha hecho. Estoy segura de que el cumplimiento de los deberes de una buena hija le han obligado a retrasar una decisión que tenía que haberse tomado hace ya mucho tiempo porque no es la primera vez que su padre pisa justo donde ella acaba de sembrar nuevas y más sensatas cosechas, aunque sea dentro de un campo que, como ya digo, no me gusta.

Los hijos deben obediencia a los padres.

Hasta donde la sensatez de los padres alcanza.


Isabel Viñado Gascón.

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