El espectador observa desde su sillón cómo se aproximan a Berlín “los lobos
nocturnos”, esos rockeros rusos motorizados a los que unos califican de
simpatizantes de Putin; otros, de separatistas ucranianos y algunos incluso como banda de stalinianos.
El espectador, que no se toma muy en serio nada de lo que pasa a su alrededor, salvo que le
afecte directamente a él o a su sillón, se recuesta invadido de una repentina
somnolencia. - “¡Ah! ¡Qué mundo este”- suspira compungido – “Nunca pasa nada”.
El espectador es tan cínico como realista: Cuando dice “el mundo” quiere decir en realidad “él.”
Gritarle que ya es hora de que se mueva y haga algo por ese mundo en el que nunca pasa nada, o
sea: por él, no va a ayudar gran
cosa. Seguramente se verá obligado a tomar un ansiolítico, debido al malestar
que hemos introducido en su alma. “Eso no se hace, mala persona” – gime antes
de volver a apoyar su cabeza en el sofá y echarse una cabezadita hasta que
suceda algo interesante. O sea, algo que a
él le parezca interesante.
Salgo a la calle. A eso de las once de la mañana no se sufren las
aglomeraciones de por la tarde, cuando las bocas de metro aspiran a
toda esa masa de personas que regresan del trabajo para depositarlas después lo
más cerca posible de sus viviendas, nada que ver, tampoco, con los atascos
vespertinos. A las once de la mañana, las calles son frescas, tranquilas y
silenciosas. Los peatones caminan sosegadamente, sin grandes prisas.
Compro el periódico. En
España se habla ya incluso de “vendettas políticas”. “¿Vendettas?”,- me pregunta asombrado mi asombro.- “Las vendetas ¿no eran
un enfrentamiento entre diferentes familias? ¿Cómo entonces pueden llamarse
vendettas a las luchas que tienen lugar en el propio partido? ¿Estás segura de que quieren ganar las
elecciones? Y sobre todo ¿cómo gobernarán después de haber ganado? Y lo peor es
que no sucede en un único partido ¡sucede en todos!”
“Todo sea por el bien de la
sociedad”, respondo rápidamente, deseosa de seguir mi agradable
paseo.
Pero mi asombro no ceja:
-“¿Sociedad? ¿Una sociedad en
la que el deseo de poder individual supera a los principios en los que una
asociación, un partido político, debería asentarse?”
– “Es que es una sociedad
democrática”, intento explicarle a mi asombro. “La disciplina de partido son
cosas de otro tiempo. El individuo ha de poder expresar libremente sus ideas”.
¡Sí! –grita mi asombro asombrado- Pero a esas personas les escuchan porque
pertenecen a un partido político determinado que defiende unos principios
políticos, económicos y sociales determinados, no miles y miles de ideas
individuales. Y además, es que en estos enfrentamientos no veo principios, ni
siquiera ideales. Lo único que leo en los periódicos son los informes acerca de
una manifestación de incontables opiniones individuales cada una de las cuales,
con independencia de los principios, ideales y de su partido, gritan “¡Yo, el
jefe!”, “¡Yo, el jefe!, “¡Yo, el jefe!” Comprendería que lo dijeran en sus respectivas
asambleas pero no justo antes de unas elecciones en los que el elector pregunta
por las ideas y no sólo por los dirigentes, sobre todo porque eso ya debería
estar claro y aclarado. Los líderes y los candidatos a lider, tan pronto tienen
el apoyo de los unos, como de los otros, como de ninguno. Yo, la verdad,
preferiría que dejaran las luchas del poder entre los componentes del mismo
partido y las luchas por las audiencias en televisión y se centraran en cómo ha de organizarse la sociedad. ¡Estamos
hablando de cohesión social, no de un concurso de estrellas televisivas!
No le contesto. Mi asombro es un asombro profundo y el entender le lleva
tiempo.
Doblo el periódico y prosigo mi camino, iluminado por un sol tímido. Los
árboles en la ciudad son, más que árboles, arbustos. Los altos edificios
empequeñecen la vida que circula a sus pies y sus ventanas, todas iguales y
simétricas, se me antojan de repente ojos inquisidores y entrometidos.
Pienso en el espectador y en todos esos espectadores sentados cómodamente
en sus sillones. Una ligera inquietud me invade de repente.
¿Serán ellos la expresión de la verdadera cohesión social?
Escucho la voz de Carlos Saldaña en mis oídos: “¿Cohesión social? ¿Lealtad?
¿Cuándo la hubo?”
Y Carlos, ése que no cree en nada ni en nadie, sigue, como todos los días,
salvando vidas por las que no siente la más mínima inclinación, simplemente
porque está convencido de que cualquier persona, por monstruosa que sea, tiene
derecho a que se le respete y se le conserve la vida. Carlos, ése que no cree
en nada ni en nadie, sigue, como todos los días, manteniendo en silencio pero eficazmente las constantes
vitales de esa traicionada, vapuleada y vilipendiada “cohesión social.”
Mis respetos a Carlos y a todos los que son como él.
Gracias por existir.
Isabel Viñado Gascón.
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